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miércoles, 20 de enero de 2021

La niña de la llave


Mi actividad profesional en el ámbito de la ingeniería industrial me lleva de aquí para allá por todo el mundo. Suelen ser estancias largas, de dos o tres meses, tras los cuales regreso a casa por quince días con mi mujer y mi hijo para luego volver a empezar de nuevo en otro lugar. Normalmente me alojo en hoteles aunque en el caso que les relato, por causas operativas mi empresa consideró oportuno habilitarme un coqueto apartamento en el último piso de un edificio anexo a la fábrica donde iba a realizar mi labor allá en Lanús, en la Argentina. No me importó en absoluto, es más puede decirse que soy hombre de campo y que odio los hoteles y las grandes aglomeraciones de gente; además la cercanía me permitía minimizar los desplazamientos y optimizar mi tiempo. Después de todo un año dando tumbos de aquí para allá tenía ganas de llegar a casa para celebrar
el cumpleaños de mi hijo.

Suelo trabajar de noche y los fines de semana, cuando los trabajos de montaje y reparación
interfieren menos en el normal funcionamiento de las fábricas. Debido a esta circunstancia el insomnio y yo somos viejos compañeros de viaje y me es más que suficiente dormir cuatro o cinco horas para estar fresco como una rosa a media mañana.

Recuerdo que una semana antes de volver a España hice mi colada como de costumbre, tendí la ropa en la terraza de la azotea común del edificio, realicé algunas compras intrascendentes y decidí volver a mi guarida a revisar unos esquemas eléctricos que me estaban dando problemas. No quiero que parezca una justificación para lo que sucedió pero mi trabajo, con sus viajes, plazos de entrega y margen económico muy ajustado puede llegar a ser muy estresante.


Al abrirse la puerta del ascensor comencé a buscar las llaves por los bolsillos de mi americana. Soy un desastre con eso e iba tan distraído que anduve varios pasos hasta que detecté una presencia novedosa en el rellano. Como anécdota diré que ella ni se inmutó, supongo que los auriculares que tapaban sus orejas me hicieron indetectable para la atractiva jovencita.

Desconozco su edad concreta ya que jamás se la pregunté: catorce, trece, doce… quién sabe, tal vez incluso menos. Nuestra relación fue tan intensa como superficial; apenas cruzamos un puñado de palabras. Lo que sí que puedo asegurarles que era joven, muy joven, exultantemente joven comparado con los cuarenta años recién cumplidos que tenía yo por entonces. Mi primera reacción al verla fue de sorpresa; no esperaba encontrarme a una adolescente sentada de forma desordenada en el suelo del rellano utilizando los peldaños de las escaleras que subían a la azotea como improvisada zona de estudio. Vestía un uniforme escolar de un colegio católico bastante anacrónico, con tonos azulones y grises poco agraciados, unos zapatos horrorosos maridados con calcetines de igual color y mal gusto.

Desde mi perspectiva sólo pude ver su espalda y su bonito cabello; largo hasta casi la cintura y de color castaño caoba, atrapado una larga cola que dejaba a la vista la piel de su cuello, tan blanquecina que se me antojó casi mórbida. Su postura era a todas luces incómoda, al menos para mi criterio; me recordó a la que adopta la primera bailarina del ballet justo antes de comenzar la pieza principal de la función. La falda, además de horripilante, no era precisamente larga y dejaba al aire una generosa porción de un muslo fibroso y estilizado, lo que corroboró mi teoría de que aquella mujercita debía practicar algún tipo de gimnasia, natación o clases de danza. Parecía una muñeca de porcelana, estática y luminosa.

Quedé hipnotizado por su delicada apariencia al instante. Se me antojó realmente atractiva a pesar de ser poco más que una niña.

Tal vez me recreé la vista con ella más de la cuenta. Cualquiera en su sano juicio hubiese hecho lo mismo. Opino que los ojos están para ver y más cuando se trata de algo bonito. Les aseguro que si en este mundo hay algo bonito era aquella chiquilla allí sentada y ausente de este mundo. Ya han pasado varios años de todo aquello y no soy capaz de olvidarme de esa primera imagen todavía.

Una vez más mi torpeza hizo de las suyas y el manojo de llaves que llevaba en la mano pareció adquirir vida propia, resbaló entre mis dedos como pringados en brea y cayeron al piso rompiendo la magia del momento.

De haber estado en su lugar yo me habría alterado al verme. Ella, en cambio, se limitó a girar la cabeza, atravesarme el alma con sus increíbles ojos y dejarme mudo ante su belleza como si yo fuese un adolescente con acné y no un hombre de pelo en pecho. Eran grandes, oscuros y penetrantes pero sobre todo serenos, casi sedantes. Transmitían una seguridad en sí misma que impresionaba, sobre todo en una chica tan joven.

- ¡Hola! – Dijo con ese meloso tono argentino que tanto me fascina, tras sacarse un grueso rotulador que llevaba en la boca.

Repitió el saludo tres veces hasta que tuve a bien contestarle. Supongo que quedé como un auténtico gilipollas o, lo que es peor, como un mirón pervertido y baboso.

Creo que mi torpeza se le antojó divertida ya que me regaló una cálida sonrisa que sencillamente me mató. Si algo podía competir en belleza con sus ojos sin duda eran sus labios. La ninfa tenía una boca grande y unos labios que, aunque no excesivamente carnosos, poseían un rojo intenso sin necesidad de utilizar carmín. Su fulgor resaltaba como un ascua comparándolo con la palidez del resto de facciones que componían su rostro.

- ¿Qué haces aquí? – preguntó de forma amable -.
- Yo vivo acá, con mi mamá y mi hermano mayor – dijo mientras se levantaba del piso-.
- ¿En la escalera?
- ¡Nooo! – rió ante mi ocurrencia -. Vivo en esa casa, junto a la de vos.
- Ah, entiendo. Creo que no nos habíamos visto todavía, mis horarios son algo complicado ¿y por qué no entras?
- Olvidé mi llave – contestó apesadumbrada, llevándose la mano al cuello como si en él algo faltase- . No puedo entrar.

Una vez incorporada del piso, mientras recomponía su falda, pude verla en todo su esplendor. Era bastante más bajita de lo que me había parecido en un primer momento, apenas se le intuían los senos y las caderas no eran más que un proyecto todavía. El conjunto me agradó aunque, para ser sinceros, su mirada fresca me tenía tan embaucado que casi no pude separar mis pupilas de las suyas para reparar en más detalles de su cuerpo.

- ¿Quieres que llamemos a tu madre? – me ofrecí como un caballero andante.
- No, ya tengo celular – repuso enseñándome su teléfono móvil -. Lo que sucede es que es inútil llamarla, no va poder contestarme: está trabajando y lo tiene apagado.
- Entiendo, ¿y falta mucho para que venga?
- Hasta la noche pero mi… - recuerdo que pareció dudar a la hora de seguir contándome- mi hermano vendrá en un rato. ¿Qué hora es?
- Poco más de la una.
- ¿Y qué día es?

La pregunta me pareció de lo más desconcertante. Aun así contesté como un autómata:

- Martes… creo.
- Entonces llegará temprano, sobre las dos y media o así.
- Eso es bastante tiempo para que lo pases ahí sentada en el suelo.

La chica reaccionó con una graciosa mueca.

- Ah, no te preocupes, aprovecho para hacer mis tareas escolares y así tengo la tarde libre para hacer otras cosas más interesantes.
- ¿Más interesantes?, ¿Cómo qué?
- Ya sabes… otras cosas… – dijo pasándose el útil de dibujo por los labios- más divertidas.
- Entiendo – mentí-.

Reconozco que no estuve muy avispado en ese momento, no tenía ni idea a qué se estaba refiriendo.

- Te invitaría a pasar – proseguí sin analizar la insinuación de la jovencita -, pero no creo que fuese correcto por tu parte entrar en casa de un extraño; apenas acabamos de conocernos.

- No hay cuidado, estoy acostumbrada al rellano; olvido la llave muy a menudo. Mamá dice que soy un despiste con patas.
- Bienvenida a mi mundo.

En esa ocasión reímos los dos. Me mostró su dentadura perfecta y una sonrisa franca y desenfadada. Recuerdo que ese detalle hizo que me pareciese más hermosa todavía y me relajé.

- En cualquier caso si necesitas algo sólo tienes que llamar. ¿Vale?

Tal vez mi propuesta no fuese muy afortunada pero prometo que no había nada sucio en mis palabras. En cualquier caso es posible que ella se lo tomase de otro modo, noté cierta chispa en su mirada, su sonrisa se tornó menos inocente y se humedeció los labios con la lengua. Fue un gesto sutil, casi imperceptible pero que me turbó, casi tanto como el tono de su respuesta, más propio de una mujer adulta intentando ligar conmigo que de casi una preadolescente como era el caso.

- Si necesito algo de ti te lo haré saber – dijo mientras me acribillaba con esos ojazos que Dios le había dado -, no lo dudes.

Dicho lo cual se introdujo de nuevo el rotulador en la boca, me miró de arriba abajo sin el menor recato, compuso su cabello de forma sutil, me lanzó una mueca divertida y volvió a sentarse de aquella forma tan poco ortodoxa para seguir con lo suyo después de colocarse los auriculares.

Permanecí unos segundos patidifuso. Hubiese apostado que aquella chiquilla había intentado ligar conmigo.

Conocía muy por encima la existencia de aquel tipo de jovencitas. En el aula de mi hijo había por aquel entonces un par de casos como ella, son las denominadas “niñas de la llave”: preadolescentes que, debido a las condiciones laborales de sus progenitores, se pasan el día prácticamente solas en casa o deambulando de aquí para allá sin nadie que las controle. Suelen ser muy independientes y adelantadas en muchas facetas con respecto al resto de sus compañeras. Y eso no tiene por qué ser necesariamente bueno.

Sin ser muy consciente de lo que había pasado volví a pelear con mis llaves y la cerradura de mi departamento.

- Por cierto, ¿Cómo te llamas vos? – me preguntó cuando estaba a punto de traspasar el
dintel.
- Pedro, ¿y tú?
- Valeria, aunque todos me llaman Vale.
- Valeria… un bonito nombre, casi tanto como su dueña – dije sin pensar demasiado justo antes de cerrar mi puerta -.

Como padre no me quedó la conciencia tranquila. No era correcto dejar a la chiquilla en el rellano pero tampoco permitirle entrar en mi departamento así como así. Aquel gesto noble por mi parte podría mal interpretarse y dar pie a un conflicto que no me podía permitir ya que podía costarme no sólo el trabajo sino mi estabilidad matrimonial. Mi mujer es bastante celosa y yo no soy precisamente un santo.

Opté por ir echando un vistazo de vez en cuando a través de la mirilla de la puerta y comprobar que Valeria estuviese bien. Las dos primeras veces ahí seguía con su extraña pose, haciendo sus tareas, pero a la tercera no pude verla y me preocupó. Miré mi reloj y comprobé que todavía faltaba más de una hora para que su hermano llegase a casa así que decidí salir a investigar.

Su mochila escolar se encontraba apoyada en un rincón junto a la puerta de su casa pero no había ni rastro de Valeria. Mientras recorría las escaleras que subían a la azotea, pensé que la niña tal vez estuviese tomando el sol en la terraza o conversando con alguien a través de su teléfono móvil pero ahí, en la terraza común, no había nadie: tan solo mi colada de ropa tendida y casi seca.

Emprendí el camino de vuelta y, justo antes de deshacer el camino andado, descubrí que la puerta metálica de color azur que daba acceso al mecanismo del ascensor no estaba cerrada del todo. Me pareció raro y se me ocurrió que podía ser potencialmente peligroso; alguien podía entrar allí, tener un accidente con los engranajes y hacerse daño. Opté por cerrarla para minimizar riesgos. Como precaución, antes de hacerlo, quise comprobar que Valeria no estaba allí. Fue un acto improvisado y aparentemente irrelevante pero que a mí me cambió la vida.

Juro que la llamé por su nombre varias veces antes de abrir la puerta. Supongo que la música y el ruido del mecanismo le impidieron oírme. Me sorprendí al descubrirla, a cualquiera le hubiese ocurrido lo mismo al verla de ese modo. Encontré a Vale, efectivamente, aunque no como cabía esperar: la hallé apoyada en la pared, con los auriculares en las orejas, la falda subida hasta el abdomen, las bragas rosada a la altura de los tobillos, y, lo que terminó de desubicarme, el rotulador que minutos alojaba entre sus labios inserto en el coño.

Lejos de gritar o de intentar cubrirse, permaneció quieta como una estatua, me desarmo de nuevo con la mirada y me sonrió.

Desconcertado por lo ocurrido, no supe cómo actuar. Ella resolvió la situación incómoda bajándose la falda y exhalando un lacónico:

- Hola Pedro. ¿Puedes cerrar la puerta cuando salgas, por favor?

De inmediato el rotulador que llenaba su coño cayó al piso y rodó hasta tropezar con mi zapato. Valeria ya no pudo aguantarse más y comenzó a reírse de una manera escandalosa.

Reconozco que no supe qué hacer. Estaba muy confuso.

- Yo… yo… - balbuceé en estado de shock -. ¡Perdón!

Azorado, cerré la puerta intentando restaurar la intimidad violada y huí hasta mi departamento bajando las escaleras de la azotea de dos en dos.

La angustia me embargó cuando, a la hora prefijada, escuché una voz masculina en el rellano. Descompuesto, volví a mirar por el visor y descubrí a la fraternal pareja hablando de forma acaramelada. Estaba tan nervioso que no pude quedarme con los rasgos de aquel chico, lo que sí que recuerdo es que me pareció que su forma de guiar a la muchacha hacia el interior de la vivienda adyacente, cogiéndola por el culo de forma contundente, me pareció poco apropiada entre hermanos.

Casi me muero cuando, pasada una hora, aquel chico salió de casa de Valeria. No tuve el valor de mirar de nuevo, estaba convencido de que iba a llamar a mi puerta pidiendo explicaciones. Por fortuna pasó de largo, sudoroso y sonriente. Me tranquilicé cuando se hizo la hora de ir al trabajo. Intenté serenarme, pensar que todo aquello no había sido más que un accidente, que Valeria era una buena chica y que no se había ido de la lengua.

Ya estaba casi auto convencido de mi exculpación cuando subí a por la colada. El corazón me dio un vuelco al hallar de nuevo la puerta del mecanismo del ascensor abierta y descubrir, tiradas en el suelo, unas braguitas rosadas cuya dueña ya conocía.

Las semanas de abstinencia, la imagen de aquella chiquilla dándose placer y el olor de sus flujos íntimos fueron demasiada motivación para mi entrepierna. Tuve que masturbarme de forma compulsiva aquella noche, cosa que no hacía desde la adolescencia, con aquella minúscula prenda interior rozando mi cipote.

A la mañana siguiente repetí la rutina diaria. Al volver de hacer la compra, cuando la portezuela del ascensor se abrió y descubrí el rellano desierto, me embargaron sentimientos encontrados. Por una parte sentí alivio al no tener que excusarme por lo sucedido el día anterior pero por otra también cierto pesar al no ver de nuevo a una de las criaturas más turbadoras del universo.

Creí escuchar un ligero toque en la puerta. Fue un golpe difuso, poco más que un roce, incluso puede ser que sólo fuese mi imaginación. Juro por mi vida que intenté resistir la tentación de mirar por aquel dichoso agujerito. Pensé en mi mujer, en mi hijo, en lo que pensarían de mí en mi empresa si me descubrían acechando a una jovencita que bien podía ser mi hija, pero la carne es débil y no podía arrancar de mi cabeza la visión de aquella chiquilla semidesnuda tocándose.

No había podido pegar ojo, me pasé la mañana escudriñando su ropa interior. Aprendí de memoria cada pliegue, cada detalle, cada adorno de la minúscula prenda íntima que ella había dejado olvidada.

Cuando ya no pude resistirme más utilicé el visor de la puerta y ahí estaba ella de nuevo, en su mundo, haciendo sus tareas sobre los escalones como si nada, cual bailarina en posición de descanso.

Comportándome como el más vulgar de los mirones poco menos que me dejé las pestañas tras el minúsculo objetivo de tanto observarla. Pasados unos minutos, que se me antojaron horas, se incorporó, estiró su falda, recogió sus cosas, dejó su mochila escolar apoyada en la puerta de su casa y, tras mirar nos segundos hacia donde yo me hallaba, tomó un rotulador bastante más grueso que el del día anterior junto con un bolígrafo, se los metió en la boca lentamente, jugueteó con ellos, sonrió y desapareció escaleras arriba como un suspiro.

Mi primera intención fue correr tras ella a toda prisa como un perro en celo. Luego lo pensé mejor y opté por darle tiempo. No era cuestión de parecer un acosador desesperado; cabía la posibilidad de que la muchacha no fuese tan ardiente como yo esperaba y estuviese haciendo otra cosa en la azotea. Mis dudas se difuminaron al subir a la azotea y descubrir la puerta azul de nuevo a medio cerrar.

Esta vez no hubo sorpresa, ni disculpa, ni huida precipitada, ni sentimiento de culpa, ni miedo por el “qué dirán”. Por no haber no hubo ni braguitas rosas, supongo que salió sin ellas de casa esa mañana: sólo Valeria en todo su esplendor apoyada en la pared, su camisa totalmente abierta, su faldita escolar en el suelo, un rotulador inserto en una vulva cubierta de una fina capa de vello, de nuevo su mirada encendida... y la llave colgando de su cuello.

Estaba claro que todo el numerito del rellano no había sido más que una farsa y que nuestro segundo encuentro había sido planeado con total meticulosidad por parte de aquella jovencita. Reconozco que eso me calentó todavía más.

No hizo falta decir nada más. Bastó con que abriese los brazos para lanzarme al abismo y sin red.

El habitáculo era estrecho, apenas había sitio para los dos y no había muchas posibilidades para actuar. En cuanto me acerqué con intención de besarla, me frenó en seco agarrándome del cabello con firmeza. Arrodillado a la fuerza, presenté mis respetos a su coño, ocupado por el utensilio de dibujo más grueso. Fue entonces, en la corta distancia, cuando me percaté de otro detalle: que el bolígrafo más fino lo tenía inserto en el otro agujero anexo a una profundidad nada desdeñable.

Otro tirón en el pelo me dejó claro el siguiente paso. En cuanto mis labios entraron en contacto con su zona más íntima el rotulador grueso perdió su lugar privilegiado en el interior de la chica dejando a su paso un rastro de babas íntimas que rebañé con mi lengua con sumo gusto. No le lamí el sexo como si de eso dependiese mi vida, se lo hice lento pero muy profundo, disfrutando el momento. No sé si es que no se lo esperaba, tal vez pensó que sería más intenso con ella, que perdería los papeles y que me comería su coño como cualquiera de sus compañeros de colegio; la realidad fue que dio un respingo, prácticamente un saltito que provocó que el instrumento que ocupaba su orto cayese cual fruta madura.

Entonces hice algo que incluso me sorprendió a mí mismo, algo que no había hecho con ninguna mujer ni, por supuesto, con mi esposa: en lugar de dejarle el culo desocupado o volver a introducir el bolígrafo que tan alegremente había expulsado opté por ensartarla por el ano con mi dedo corazón sin dejar de lamerle el sexo.

Valeria dio un respingo pero pronto se rindió:

- ¡Qué cabrón “sos”! – murmuró, aprobando mi maniobra cuando su orto fue violentado.

Me sorprendió que mi dedo entrase en ella con tanta facilidad, tal vez por el entrenamiento previo del bolígrafo o porque la chiquilla estaba acostumbrada a jugar con su puerta trasera. Ya fuese por una circunstancia u otra lo cierto es que mis falanges fueron entrando en ella una tras otra hasta que desaparecieron en el interior de Valeria. Una vez dentro di rienda suelta a mi lujuria, ya no pude controlarme. Su esfínter anal parecía querer seccionarme el dedo de tanto comprimírmelo. Empecé a realizar movimientos rotatorios en el interior de su intestino, agrandando el boquete, percutiendo hasta el fondo, taladrando su ojete. Me recreé en la maniobra y a ella no le pareció nada mal a juzgar por los jadeos brotaban de sus labios uno tras otro.

Juro que intenté levantarme, sacar mi arma y tirármela ahí mismo. En ese momento me fue
imposible. Me asió tan fuerte y pegó mi cara a su sexo de tal forma que su pequeño coño parecía una ventosa.

- Da… da… date prisa, mi hermano llegará pronto…

Empujó mi nuca, poco menos que me ahogó contra su vientre. Pasada la frustración inicial al no poder montarla me entregué a la tarea encomendada. Me lo tragué todo, le lamí con sumo gusto el felpudito que decoraba su sexo, me recreé en sus labios vaginales, le metí la lengua por el sexo todo lo que me fue posible teniendo en cuenta lo incómodo de la postura. Cada lamida iba acompañada de un suspiro intenso de la muchacha y de un espasmo en su zona genital. El tratamiento fue tan intenso que de su boca empezaron a manar grititos de placer.

Con todo, lo más espectacular estaba por llegar. Reconozco que me sorprendió el volumen de flujo que prácticamente llenó mi boca. Incluso llegué a pensar que Valeria me había meado dentro pero no fue así. Se trataba de un líquido viscoso, casi insípido, con cierto regusto ácido.

Cuando por fin pude liberarme de su entrepierna cruzamos las miradas de nuevo. Mi aspecto debía ser bastante grotesco. Eso, unido con la facilidad de Valeria para la risa, provocó la hilaridad de la muchacha.

- ¡Lo… lo siento…! – Dijo a punto de soltar una carcajada.

No contesté, mi objetivo era otro. Todavía paladeaba los últimos vestigios de su jugo al empotrarla contra la pared. La levanté con mis manos y le abrí los glúteos para lograr el ángulo de ataque adecuado. Ella puso de su parte separando las piernas cuanto pudo y colgándose de mi cuello como si en ello le fuese la vida. Eso vino a corroborar lo que ya intuía: que Valeria no era ninguna princesita inocente.

- ¡Mi… mi hermano…! – Fue lo único que acertó a repetir antes de que el ataque de mi polla la silenciase de golpe.

Me la follé contra la pared a buen ritmo. A pesar de que ya había llegado a su primer orgasmo su vagina era una auténtica fiesta y eso convertía a la cópula en un verdadero nirvana. A media luz, con los ojos cerrados, las mejillas rojas como unas ascuas y aprisionada entre mi corpachón y la pared me pareció todavía más niña. Recuerdo que me sentí mal por ello aunque mis remordimientos duraron medio segundo, el tiempo que me costó averiguar que la parte baja de su cuerpo reaccionaba como la de cualquier mujer adulta, asimilando una parte importante de mi rabo sin problemas. Comprobé que ciertamente Valeria era una niña muy precoz.

Escuché la voz de una voz masculina llamándola pero yo no podía parar. Ella estuvo rápida de reflejos y lanzó una patada cerró la puerta del angosto cubículo y se volvió a enroscar a mí como una anaconda. El temor a ser descubierto supuso un plus de excitación y le di duro, muy duro mientras le tapaba la boca. No temía que gritase pidiendo ayuda sino que sus jadeos de placer nos delatasen. La voz de aquel muchacho se emitía cada vez más cerca mientras yo me follaba a su hermanita pequeña.

- ¡Vale, Vale! ¡Sé que estás ahí, pendeja! - dijo aporreando la puerta de chapa - “Salí” de ahí que ando muy caliente.

Ni aun echando la puerta abajo a patadas hubiese logrado detenerme. Me vine en el sexo de la jovencita todo lo profundo que me fue posible sin pensar en las consecuencias con su hermano a no más de un metro de distancia.

- ¡Vale, “sos” una hija de puta! ¡Tú sabrás lo que haces, yo me largo a casa!

Permanecimos los dos quietos mientras me derretía en ella y permanecimos así un buen rato, pegados como lapas hasta que la dureza de mi verga dio de sí.

- ¿Crees que se ha ido? - Le susurré después de devolverla a la tierra.
- ¡”Nu” sé, no creo! – musitó -. Si nos pilla se pondrá como loco; es muy celoso y se lo dirá a mamá…

Me pareció una razón convincente para permanecer los dos confinados en aquel reducido
habitáculo. A duras penas e intentando hacer el menor tiempo posible, ayudé a Valeria a vestirse no sin antes haber enfundado mi escopeta. Contuve mis ganas de sobarle las tetitas, creí que no era el momento.

- ¿Salimos ya? – Pregunté al poco rato.
- No, me ha parecido escuchar algo ahí fuera.
- Vale.

Un cuarto de hora después fue ella la que rompió el silencio. Yo pensaba que sería para poner fin a nuestro encarcelamiento y no fue así.

- Tengo hambre – susurró de nuevo -.

Y como el hombre es el único animal que tropieza dos veces en la misma piedra dije lo primero que se me vino a la cabeza:

- Pues no he traído nada. Yo creo que lo mejor sería que saliésemos ya…

Por fortuna para mí Valeria no dejó que hiciese más el ridículo. Poniéndose de puntillas me selló la boca con su dedo.

- ¡Psss… pero mira que eres tonto…! - Susurró acariciándome el paquete.

Digamos que Valeria me trató como si de un autoservicio se tratase. Se tomó lo suyo como le apeteció y conste que no tengo queja de ello. Todavía no sé muy bien cómo hizo para poder arrodillarse en tan poco espacio, me sacó la polla y dio buena cuenta de ella gracias a su boca que, además de grande, me demostró ser de lo más lujuriosa. Me gustaría decir que aguanté en plena forma como un campeón pero no fue así. Me dejó los huevos arrugados como uvas pasas. No es que yo lo diese todo, es que ella me lo extrajo con una precisión quirúrgica.

- Ahora ya podemos salir – sentenció a la vez que se incorporaba cuando se dio por satisfecha.
- De… acuerdo.
- Yo voy primero y después salís vos, ¿de acuerdo?
- Vale. ¿Y cuánto tiempo espero?
- Pues cuanto más, mejor. Unas dos horas por lo menos…
- Vaya… eso es mucho.
- Es posible que mi hermano me esté esperando en la puerta y que suba para ver si estaba con alguien… y si mami se entera de esto… me mata. No le gusta que ande con hombres mayores.
- Cla… claro, dos horas. Sin problemas.
- Ah, por cierto… ¿no tendrás algo de plata que poder prestarme? Ayer olvidé por acá unas braguitas y ahora no las encuentro. Tendré que ir a comprar unas iguales, si mami las echa de menos puedo meterme en problemas.
- Po… por supuesto – balbuceé -.

No recuerdo cuánto dinero le di, supongo que todo lo que llevaba, pero por su cara de felicidad debí cumplir con la mayor de sus expectativas.

- ¡Gracias! Te lo devolveré. Chao, vecino.

Y después de darme un casi imperceptible beso de despedida en los labios se largó de nuestro nidito de amor con gracia y dando saltitos.

Dos horas a solas en un lugar sombrío da para pensar mucho. Al principio me acordé de mi mujer, de mi hijo, de qué pasaría si aquella lolita se iba de la lengua. También pensé en la especial relación que tenía Valeria con su hermano. Mi mente calenturienta voló muy alto imaginando mil y una situaciones incestuosas entre ellos. Cuando salí del encierro sólo pensaba en volver a estar dentro de Valeria y a elucubrar la manera de alargar mi estancia en aquel bendito país lo más posible.

Por desgracia ni una cosa ni otra ocurrió.

Mi tarea estaba técnicamente concluida, los billetes del viaje de vuelta ya sacados y el inminente cumpleaños de mi hijo hacían imposible, muy a mí pesar, alargar la estancia en Argentina.

En cuanto a lo de estar dentro de Valeria tampoco pudo ser. Para mi desgracia no volvió a olvidarse la llave ni un día más.

Por Kamataruk
Kamataruk.blogspot.com

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