Este es el relato de un acontecimiento del que muy probablemente me sentiría muy arrepentida y avergonzada de no ser por las circunstancias que concurrieron en el momento en que se produjo. Es, ante todo, una historia real, un episodio de mi joven vida.
Éramos una familia feliz y muy unida. Éramos, hasta que murió mi madre en un terrible accidente de tráfico. Fue un duro golpe para todos, pero muy especialmente lo fue para mi padre. Siempre fue un hombre atractivo, ingenioso, discreto. Nunca pasó un día sin que le viera leer un libro. Nunca pasó un día sin que le viera hacer ejercicio. Se cuidaba mucho, tanto en el aspecto físico como en el cultural. Un tío interesante, vaya. O al menos eso es lo que pensaban mis amigas. "Está para hacerle un favor", llegó a confesarme alguna de ellas. Y objetivamente así era, aunque mi opinión subjetiva de hija no me permitía valorarlo como hombre en toda su dimensión.
Después del accidente mi padre se vino abajo, se descuidó por completo, se convirtió en una sombra de lo que fue. Durante un año fue un trasto más de la casa, pidió una excedencia en su trabajo y se limitó a ver cómo se le escapaba la vida, y él la dejaba escapar sin hacer nada para evitarlo.
El año siguiente se reincorporó al trabajo, pero a todas luces era palpable que no era feliz. Yo le aconsejé muchas veces que rehiciera su vida (sólo contaba con 42 años cuando murió mi madre, 20 tenía yo y 7 mi hermano pequeño), que encontrara otra mujer que le hiciera feliz, que nosotros le apoyaríamos siempre. El respondía secamente de forma negativa con pocas palabras.
Yo creí que había perdido todo su interés hacia el sexo opuesto por lo anterior. Pero cambié de opinión pronto. Un día, como tantos otros, estaba yo en la cocina fregando los platos en el fregadero. Llevaba puesta una camiseta de tirantes, y no llevaba sujetador (en casa nunca lo llevo si no hay visita). Estaba inclinada hacia delante, centrada en mi tarea, cuando llegó mi padre a mi lado y buscó algo en el armario que había justamente encima del fregadero. Como tardaba mucho, le miré de reojo para ver que estaba haciendo, y me di cuenta de que miraba todo lo discretamente que podía mi escote, que al estar yo inclinada hacia delante se había agrandado. Bajé los ojos y me miré yo misma, por si tenía algo extraño, y pude comprobar que mi escote dejaba ver por completo la mayor parte de mis pechos (pezones incluidos) mirando desde una posición algo elevada. Es decir, mi padre estaba mirando mis pechos, de forma insistente por el rato que llevaba "buscando" en el armario. No le dije nada, y fingí que no me había percatado de nada. Pero sentí una sensación extraña, por llamarla de algún modo. Creo que de excitación.
Pasaron días y hubo otra cosa que hizo darme cuenta de que mi padre no había perdido su "instinto" sexual, o de que al menos lo había recuperado ya. Un día, limpiando su habitación encontré en uno de los cajones de su armario varias películas pornográficas. "Anal sex", "Corridas anales", "Vírgenes sodomizadas", "Humillación anal". Parece que estaban claras las preferencias de mi padre en el terreno íntimo. Volví a guardarlas en su sitio, pero me quedé pensativa. No entendía el porqué mi padre, aun teniendo necesidades sexuales imperantes a juzgar por la forma en que miraba mis pechos el día del fregadero no hacía nada por encontrar una nueva pareja, posiblemente no le hubiera sido difícil siendo como era un hombre admirado por el sexo contrario. Supuse que posiblemente se reprimía por su situación de cada vez menos reciente viudedad, o quizá tuviera alguna dificultad para relacionarse con otras mujeres, o simplemente sentía miedo de hacerlo.
Y decidí que era necesario poner en marcha un plan de "choque", que le hiciera darse cuenta de sus necesidades y de sus posibilidades para solventarlas.
No había decidido que día pasaría a la acción, pero aquella noche, después de cenar me di cuenta de que el momento había llegado. Mi padre había bebido algo de vino, era sábado y el día siguiente no tenía que madrugar ni trabajar. Estaba embriagado por esa falsa euforia que produce el alcohol. Durante la cena estuvo más locuaz que de costumbre, después, mientras recogíamos la mesa me dijo que me quería mucho y me abrazó fuertemente, durante mucho tiempo. Cuando me soltó, pude ver que estaba un poco ruborizado y algo nervioso. Se había excitado un poco, me pareció. Se fue al salón, puso la tele, apagó la luz y se tumbó en el sofá. Yo acosté a mi hermano y me fui hacia donde él estaba. Le pregunté qué ponían en la tele y haciéndome la distraída me tumbe junto a él, casi encima suyo, y apoyé mi cabeza en su pecho. El pasó un brazo por encima de mis hombros y posó su mano sobre mi cadera. Seguimos mirando la tele. Puse mi mano en su barriga, pude comprobar la turgencia de sus abdominales. Al rato empecé a acariciarle distraídamente la barriga, y el pecho, suavemente. Después de un rato me atreví a acariciarle los pezones. Su respiración comenzó a agitarse. Se me ocurrió algo. Me levanté y le dije que iba un momento a beber agua a la cocina. Fui a la cocina, pero no a beber agua, sino a quitarme las braguitas, de forma que me quedé con una fina camiseta de tirantes y mis pantaloncitos cortos de pijama, sin ninguna ropa interior. Volví al salón, y me coloqué tal y como estaba antes de marcharme. Continué acariciándole el pecho, los pezones, la barriga, y por fin me decidí a bajar un poco más. Pasé la mano momentáneamente sobre su pene, estaba en un estado de semi – erección, y comencé a acariciar sus muslos, descubiertos al llevar él también un pantalón de deporte corto. Su respiración se volvía cada vez más profunda y su pecho se movía cada vez más. Volví a su pene, esta vez para quedarme allí. Primero lo acaricié suavemente por encima de la tela, luego lo agarré a través de ésta y comencé a hacerle movimientos masturbatorios. Finalmente mi mano se coló debajo de su pantalón. Acaricié su glande, estaba mojado por un líquido suave y era agradable rozarlo con la punta de mis dedos. Su erección se hizo fortísima, notaba cómo latía su pene entre mi mano. Lo miré a la cara. Tenía los ojos cerrados y en su cara se notaba la excitación contenida. Decidí dar un paso más. Me separé de su lado y fui bajando… bajando… acercando mi cara a su pantalón. Él, presintiendo lo que me disponía a hacer, se tumbó boca arriba y separó los muslos. Le bajé despacio el pantalón, y apareció ante mí un enorme pene erecto, con un glande enrojecido y brillante. Era la primera vez que le veía "eso" a mi padre, y en honor a la verdad tengo que decir que ver su pene y sentir una excitación como jamás había notado fue simultáneo. Sentí claramente cómo mi vagina se dilataba y se humedecía, tanto que hasta se me escaparon gotas de flujo vaginal que mojaron el pantalón del pijama.
Suavemente apoyé mi lengua sobre su frenillo y recorrí de arriba abajo su pene, ensalivándolo. Abrí finalmente la boca y me introduje en ella su glande primero, y después fui bajando y subiendo lentamente, haciéndole una felación lo más profunda que pude, ya que el gran tamaño del pene me dificultaba mucho la labor. Llegué a tocar con los labios su vello púbico, pero a costa de que la punta de su miembro se me introdujera en la garganta y me provocara una pasajera sensación de náusea. Seguí introduciendo y sacando su pene en mi boca durante un buen rato, hasta que noté que su cuerpo se tensaba, sus muslos se apretaban y su erección era máxima. Yo sabía que es lo que estaba a punto de pasar, y él por supuesto que también. Me tocó la cabeza y apenas acertó a decir: "Yo… ya… ya…" pero yo me encogí de hombros y seguí con la tarea, porque la verdad es que me apetecía mucho saborear el semen de mi padre. Y llegó la explosión, y lo fue porque supongo que después de una temporada tan larga de abstinencia mi padre tenía un importante "stock" almacenado. Su pene se convirtió en un surtidor de semen caliente, yo intenté tragarme todo lo que iba saliendo, pero llegó un momento en que el caudal me desbordó y tuve que apartar mi boca de su glande, porque estaba a punto de atragantarme. Aún así el semen continuó saliendo con gran potencia, de forma que manchó toda mi cara y mi pelo. Mi padre, que durante la eyaculación había entrado en un estado casi "convulsivo", quedó ahora sin habla y casi sin respiración.
"Yo… perdón, no…". "Tranquilo", le contesté. Y lo cogí por la mano y le ayudé a levantarse, y lo llevé sin que él opusiera resistencia hacia su dormitorio. Lo senté en su cama, me puse delante suyo de pie y me quité la camiseta, con la que me limpié el semen de la cara. El me miraba desorbitadamente los pechos, así que me acerqué a él y le dije: "cómetelos, vamos". Y el se lanzó con fiereza sobre ellos, y empezó a lamerme y succionarme los pezones, a veces con tanta fuerza que tuve que contener un quejido. Tras un largo rato así, me separé de él y le empujé para tumbarlo boca arriba en la cama. Yo me subí a ella, me di la vuelta… y me senté sobre su boca (previamente me había quitado la única ropa que me quedaba: los pantaloncitos de pijama), de forma que mi vagina quedó justo al alcance de su boca, que no tardó en acercarse a ella. Lamió mis labios durante un buen rato, se los introdujo dentro de la boca e incluso llegó a masticarlos con suavidad, después reparó en mi clítoris hinchado y comenzó a lamerlo, a rodearlo con la lengua, se lo introdujo entre los labios y me lo succionó.
Tuve varios orgasmos mientras duró el cunnilingus. El se apresuró a absorber todo el flujo que salía de mi vagina (que debió ser mucho). Después, siguió lamiéndome distraídamente la vulva, subiendo hasta mi ano primero ocasional y después frecuentemente. Como vi que no se decidía, yo misma bajé un poco y le coloqué el ano justo a la altura de su boca, y el perdió entonces toda reticencia y comenzó a lamerlo primero, para después penetrarlo con toda la parte de lengua que consiguió introducirme. Tras un rato así, y considerando yo que ya estaba bien lubricada, me levanté y me coloqué "a cuatro patas", abriendo bien las piernas, y le dije: "adelante, quiero que lo hagas". Se levantó con la mirada casi nublada y con otra erección tan fuerte como la del sofá, apuntó su glande sobre mi ano, empujó y empezó a introducírmelo dentro. El dolor era enorme, así que me levanté, le dije que me esperara, fui al baño y volví… con mi bote de aceite corporal, me volví a poner a cuatro patas, me derramé gran parte del bote entre las nalgas, y comencé a penetrarme el ano con un dedo primero, después, cuando me sentí cómoda, con dos, Y después le pedí que siguiera. Volvió a introducirme el glande en al ano, mejor lubrificado y algo más dilatado. En la primera embestida sólo me introdujo una pequeña parte de su pene.
Siguió poco a poco conquistando terreno, a mi me dolía mucho pero intenté aguantar. Pasado un rato, sus testículos llegaron a apoyarse sobre mi vulva: su pene estaba completamente dentro de mi ano. Siguió metiéndomela, sacándomela, metiéndomela… y al final dejé de sentir dolor alguno, incluso empezaba a gustarme aquella sensación.
El se dejó llevar por el deseo y acabó penetrándome duramente, con fuerza, sacándola casi entera y clavándola hasta los testículos, mientras gemía calladamente. Yo acariciaba y pellizcaba mi clítoris. Su cuerpo se tensó otra vez y con un grito poco prudente llegó al orgasmo, llenándome de semen en esta ocasión el ano, tanto que cuando después de un rato de bombeo sacó su pene, noté que un hilo de semen me brotaba de dentro, a pesar de mi intento por apretar el ano (de tan dilatado que se me había quedado). Caímos en la cama y nos abrazamos, dormimos juntos aquella noche. A la mañana siguiente nos despertamos casi a la vez y me dio las gracias por lo que le había hecho sentir. Y desde aquel día fue un hombre nuevo, o mejor dicho, volvió a ser el que había sido siempre. Nunca hemos vuelto a hablar del tema, nunca hemos vuelto a repetirlo, pero reconozco que, llegado el caso, no pondría ningún reparo…
Por Irene Adler
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