Querida madre:
Quise escribirte, porque me urge comunicarte la gloria que vivo, pero más que eso, para decirte los enormes deseos que tengo de..., pero esto te lo expongo después.
Te escribo porque estoy confundida, y no sabría cómo contarte mi maravillosa experiencia viéndote a los ojos; sí, sé perfectamente que siempre nos hemos tenido muchísima confianza y un desmesurado amor, que la vida vivida nos hemos contado nuestras cosas, aún aquellas que significaron tanto para ti en vida de papá. Sin embargo, prefiero, por el momento, este medio; estoy segura, conforme leas me darás la razón y, tal vez en tu respuesta, por el medio que sea, podamos repetir lo que en esta epístola va.
Por principio de cuentas nunca he agradecido tanto que me hayas tenido siendo tú muy joven, en estos venturosos días en que la vida me ha dado lo que nunca esperé tener de la vida. Lo digo porque, pienso, de otra manera la extrema y profunda comunicación que mantenemos, no se hubiera dado siendo tú más añosa al tenerme. Así mismo, siguiendo tu ejemplo, jamás he tenido temores ni reservas para ejercer mi sexualidad, para contarte de mis experiencia sexuales, cosa que tú también has hecho, y ambas con lujo de detalles nos hemos relatado eso, nuestras vivencias sexuales.
No sé si también por seguir tu ejemplo, me embaracé apenas cumplidos mis 17 primero años. Por eso es que tengo una hermosa chiquilla ya adolescente, bien madura físicamente, creo que también en lo emocional, no solo creo, estoy segura de esto último. Así que somos una mamá y una abuela bastante jóvenes, ¿estás de acuerdo?.
Me parece que de introducción ya estuvo bueno, ¿verdad?, entonces, a lo sustancial.
Estás enterada, mi marido viaja bastante por razones de trabajo y esto, en ciertos momentos, se ha convertido en algo conflictivo entre él y yo. Hará unos cuantos meses puse el ultimátum: o me llevaba con él a sus viajes, o bien podía ir pensando en la separación. Después de discutirlo en varias ocasiones hasta airadamente, llegamos al acuerdo de que me llevaría todas las veces que eso fuera posible, y situaba aquellas previsibles causas por las que no podría acompañarlo, por ejemplo, que el pasaje fuera demasiado caro o que la estancia programada se fuera a prolongar con el consiguiente aumento en los gastos de estancia donde fuera. En fin, creí razonable lo planteado, impedimentos reales a que yo fuera con él.
Hemos estado viajando, más cuando los traslados pueden ser en nuestro auto. Claro, nuestra relación ha mejorado bastante, incluido lo sexual; estás enterada, no es nada del otro mundo, y sí algo que me mantiene insatisfecha sexualmente, y más de la institución del matrimonio.
Hará pronto dos meses que pasó. Mi marido debía ir a un seminario en el cercano Metepec. Me invitó. Le dije que me encantaba la idea y que, dado que el viaje era corto y la estancia también, podríamos llevar a la niña que estaba de vacaciones, bueno, te decía, ya no es la niña que recuerdas, es toda una mujer, y muy bella. Aceptó casi con gusto. Claro, mi querubín se entusiasmó tanto, que me dio de besos, de eso besos inacabables y muy sentido, muy alegres, muy apapachadores, hasta gritó de júbilo porque iría con nosotros. La salida era lo único incómodo: saldríamos a las cinco de la mañana porque se pensaba iniciar la actividad precisamente a las siete en punto de la mañana.
Estábamos por acostarnos, cuando su jefe le llamó por teléfono para decirle que su auto se había descompuesto y le solicitaba lo llevara a la reunión. Por supuesto mi marido aceptó; para mí no era importante que fuera o no fuera el jefe con nosotros, lo importante era que yo iba con mi marido, pero sobre todo que así podía mi hija gozar algo diferente en sus vacaciones.
Nos levantamos hasta con trabajo, la hija ya estaba lista. La vi sonrojada por la emoción, además de enfundada en su más mínima faldita, hasta me sonreí al ver sus extremidades inferiores tan bellas y tan desnudas, pero la sonrisa no era por ella, sino porque yo, vanidosa, quería mostrar mis muslos que, tú sabes, son primorosos y por eso me puse, también, un cortísimo minivestido. Mi vanidad se vio acrecentada porque, estando las dos paradas en la sala con varias luces encendidas, nos vimos mutuamente los muslos, primero los ajenos, luego los propios, yo juzgué que los míos no le pedían nada a los de ella, a pesar de ser una linda jovencita con la gran belleza de la adolescencia, belleza obviamente reflejada en sus maravillosos muslos; pero fue más exaltada mi vanidad por ella misma porque, riendo muy loca, me abrazó, pegó su rostro a mi oreja, y me dijo: "¡Que hermosa eres, qué hermosa mamá tengo, qué hermosos muslos tienes, la verdad, mucho más bellos que los míos", ya te podrás imaginar hasta donde se fue mi siempre presente súper narcisismo y mi excelsa vanidad.
Feliz de la vida, abrazada de mi retoño, salimos. En la calle hacía frío. Mi niña – no puedo dejar de llamarla así – corrió a traer una cobija liviana, para que nos tapemos durante el viaje, dijo.
Llegamos por el jefe, lo consideré el latoso cuando íbamos por él; después he agradecido al Dios Eros que lo haya puesto en nuestro auto; ahora te darás cuenta por qué lo digo. La costumbre machista, en este caso casi bendita costumbre, indica que la mujer, si hay otro acompañante masculino, debe ir en el asiento trasero del auto; así que el jefe subió al asiento delantero, y yo tuve que hacer compañía a mi hijita linda.
Al tomar la carretera, aún estaba oscuro, por tanto la iluminación dentro del carro era solo la reflejada de las luces delanteras y exteriores del propio auto; por esto, adentro, la oscuridad era casi total. Quizás por la presencia del señor intruso, mi hija estaba seria, en silencio, lo mismo que yo, mientras los machos comentaban no sé que larga sarta de estupideces, así son siempre. Habíamos caminado unos diez minutos sobre la carretera, cuando mi hija, en susurros, me dijo que tenía frío y sueño, que si podía recostarse, a lo que accedí con gusto.
Desplegó la cobijita, la colocó sobre su cuerpo, y luego, para mi agradable sorpresa, puso su cabecita, con su hermosa cabellera, sobre mis muslos desnudos, claro, por efecto del minivestido que yo tenía puesto, a más de que, sentada, esas falditas suben mucho más. No sé, pero sensaciones extrañas y desconocidas me asaltaron; sí, esa es la expresión exacta, porque fue un real asalto emocional el que me produjo, sin lugar a dudas, el contacto de la cabecita juvenil en mis muslos desnudos.
Suspiré sonriendo, no por el dicho asalto, sino por la inmenso alegría que tenía porque ni divina angelita estuviera conmigo. Entonces, con cierto arrobo, alisé el pelo de ni niña, y ella ronroneó feliz, sí, vi su sonrisa esplendorosa respondiendo a mi cálida caricia. Habían transcurrido otros diez minutos, cuando mi adorada se dio la vuelta, digo, hizo rotar su cabeza, y entonces el contacto fue de su rostro tibio con la piel desnuda de mi muslo donde ella se apoyaba.
Mi corazón latió apresurado al identificar la fuente de las emociones, las sensaciones que te refiero, y era, nada más y nada menos, que la cabeza, y ahora el bellísimo rostro de mi amada niña, lo que me estaba produciendo esas maravillosas sensaciones. Entonces, miles, miles de sentimientos me invadieron, sentimientos por desgracia sumamente contradictorios entre sí. No obstante, mi primera decisión fue no hacer nada para suspender tan dulce contacto, contacto, insisto, que me estaba inquietando sin saber exactamente por qué.
Seguí dividida; por un lado, las ideas, los sentimientos que comento, por el otro, la amorosa sensación de comunión con mi hija expresada en el contacto inusual que teníamos. Al usar este calificativo, me dije que estaba loca, que qué tenía de inusual que mi hija y yo nos tocáramos la piel desnuda de muchas partes de nuestro cuerpo sin alteración emocional alguna. Creo que ese exaltado análisis tornó más sensible mi piel... y mi sensorio. Lo digo, porque antes de eso, no percibía el aliento caliente de mi niña sobre el muslo, aliento que empecé a sentir precisamente mientras intentaba explicar lo inexplicable.
Mi suspiro inicial, se tornó suspiros, tantos, que hasta daba pena. No era para menos. Digo, dudaba, dudaba en el qué hacer, cómo proceder... ¡Caramba!, me dije, si no está pasando nada que no sea perfectamente normal, ¿por qué tengo que alarmarme por...?, ¡estúpida!, me dije. Y ya no quise continuar analizando tonterías. Por el contrario, mi mano inició una suave caricia en el rostro tranquilo y hermoso que descansaba en mis muslos.
Al acariciarla, mis emociones se incrementaron, y mi suspiro casi fue gemido. No me lo explicaba, no podía entender la enorme emoción que me estaba envolviendo a cada segundo más y más. Estaba anonadada, muy dulcemente perpleja de lo que estaba sintiendo. Para colmo, cuando me di cuenta, mis dedos delineaban los labios finos, blandos, calientes de mi niña. Entonces sí, me alarmé. Mi alarma era porque de alguna manera las sensaciones hasta ese momento tan inexplicables, empezaron a tener explicación, una poderosa razón explicativa que venía de... ¡mi cuerpo y mi sensorio exaltado!
Preciso: en ese momento estuve clara y segura que mi exaltación provenía de un sutil asalto a mi ¡sexualidad!, caramba, pensé, ¿cómo es posible que esté sintiendo esto... porque mi niña puso su carita en mi muslo y porque yo perciba azorada su aliento excitante?. Cuando pensé en este calificativo, casi me caigo del asiento porque entonces fue más clara la que antes llamé "exaltación", ahora era, sin sutilezas ni fingimientos, "excitación", pero no una excitación cualquiera, sino una excitación admitida como sexual.
Mi mano paró el delicioso ir y venir por el rostro amado, sí amado, esa era otra realidad ineludible, además de ¡normal!. Luego, asustada, decidí que lo mejor sería no hacer nada para suspender la caricia, o hacer algo tonto que pudiera mortificar a mi nena. Por eso reanudé, no sin bochorno, la caricia suspendida.
Tiesa en el asiento, hacía hasta lo imposible por suprimir las sensaciones que el tacto traía a mi ser; no era posible; sufrí. Sin embargo, mi mano iba y venía en el rostro; conforme pasaba el tiempo, aumentaba sin duda la temperatura que era ya, caliente, no tibia. Esto fue una nueva emoción, emoción que, igual a las otras, no pude, o no quise interpretar qué era en realidad.
Confusa hasta el delirio, sentí cómo se agregaba a las sensaciones que venía sintiendo, una más, ahora, sorprendente y alarmante: mis pezones se tensaron, mi respiración se agitó, hasta me estremecí. Asustada, y temerosa, más esto que aquello, pensé en pedir a mi retoño que cambiara de posición; esto es, que pusiera su cabeza en el otro extremo del asiento alegando cansancio, o alguna otra estupidez. Pero el temor a producir algo indeseable en mi querubín, me hizo desistir de tamaña locura, locura manifestada en mis tontos y superconfusos sentimientos, y en las interpretaciones que estaba haciendo de algo que, tal vez, no debía tomar como lo estaba tomando; pero allí estaba, sin que pudiera ser negado por mi sensibilidad insensata.
Como si hubiera leído mis pensamientos, mi niña se levantó. Desconcertada, la vi; ella me vio sonriente, feliz, esa fue la interpretación que di a la fantástica mirada que ella, linda, me regaló. Luego, sin decir nada, se sentó para poder abrazarme pegando su cara a la mía, dulce tierna, frotando levemente las pieles, frotamiento que no solo me asombraba, sino que me hacía sentir más, mucho más, lo que ya venía sintiendo. No sé si por deseo, o simple reflejo, también la abracé. ¿No tienes frío?, dijo, para luego besar mi mejilla. No, le dije, por el contrario, estoy sintiendo calor, mucho calor. ¿Estás caliente?, preguntó, sin que yo, perpleja, pudiera establecer que la expresión tuviera un doble sentido, pero creo, así era... por lo que siguió.
Subió su boca hasta mi oreja y, en susurros, dijo: también estoy... acalorizada, pero, por favor, sigamos con... digo, cubiertas con la cobijita, ¿sale? No supe contestar, la miré con expresión oligofrénica, realmente pasmada. Enseguida, sin que yo recuperara la respiración ida, ella giró más, luego se recorrió para volver a poner su cara en mi muslo, porque era claro que la cara era la que llegaría a mi piel desnuda; tan pasmada estaba, que no preví que la posición que ahora llevaba el rostro amado, hacía inevitable que fuera la boca la que se uniría a mi muslo; no lo supe hasta que sentí los labios calientes, húmedos, además tocando mi piel, y la respiración agitada y febril de mi nenita.
Hice un gran esfuerzo para no brincar, y más para no gritarle que volviera a sentarse, que ese contacto era ya..., pero la boca besaba mi muslo. Mi corazón saltaba con violencia, mi respiración se agitó hasta hacerse incontable, hasta empecé a sudar en las axilas. Sentí no sé cuántos besos, sí, besos reales, tiernos, innegables besos intencionados. ¿Cuál intención?, me dije asombrada por la automática respuesta; no pude negar que la intención de los besos de mi niña en tan inusual lugar, era, sin duda, generarme estímulos eróticos, no solo, sino, seguramente, dar salida al franco erotismo de mi niña.
Con alivio y nueva sorpresa, la niña volvió a levantarse para de inmediato, sin cambiar la posición del rostro, es decir, con la boca hacia mí, besó mi mejilla, luego, continuando en los susurros, me dijo: "Eres muy bella, madre... además eres lindísima porque me dejas besarte, y porque... hueles bien rico, riquísimo. ¿por qué hueles tan rico?", dijo arrobada, francamente excitada, excitación que para mí, en ese instante, fue más que identificable. No paró allí; sostenida en sus manos puestas en mi muslo, manos que continuaban erotizándome, ya no pude, o no quise negarlo, menos evitarlo, siguió diciendo: ¿Me dejas investigar de dónde te sale tan delicioso olor?
Estuve a punto de empujarla. Pero la mirada tierna, la sonrisa amorosa, el aliento que acariciaba mi rostro lo impidieron, hasta sentí sonreír. "Eso mamá, es más bonita una sonrisa que la otra carita tan seria. Pero no contestaste si... me dejas investigar, ¿me dejas?", yo no respondía, ella insistió: "Vamos, di algo... ¿estás enojada?, ¿quieres...?, ¡no quiero que te enojes...!, ¿no estás sintiendo rico, muy rico... que estemos... como estamos?", susurrando lindamente.
Bueno, era una malvada, lo era porque me dejaba sin palabras, sin capacidad de réplica; además, mis temores de dañarla por mi negativa a continuar en su dulce juego, me obligaron a decir: No pequeña, no me enojo. Es que... me has sorprendido tanto con tu... juego, que, ¡caramba, no sé qué hacer, o qué no hacer...!; ella, sonriendo más cariñosamente, dijo: No hagas nada, solo déjame hacer a mí... ¿sale?, no pude decir nada de momento, pero luego, en susurros, le dije: ¿Por qué estás haciendo lo que... haces?, ella me miró amorosa, con su inacabable sonrisa, y dijo:
"Porque te quiero, porque te amo, porque sé que sientes rico que te bese... porque así te digo el amor que te tengo, porque eres mi madre adorada, además de una bellísima mujer a la que también amo, porque me siento feliz de darte mi amor con mis besos y con... lo que pueda hacer para, a través de lo que haga, demostrarte ese amor que estoy queriendo hacerte comprender y sentir, en especial que lo sientas en todo su esplendor.
Su larga explicación, me conmovió muchísimo, al grado que me recriminé por tantas estúpidas dudas que estaba sintiendo con las amorosas manifestaciones, inusuales y todo, que ella estaba haciéndome. No obstante, la expresión de que yo era además de su madre, una mujer a la que amaba muchísimo, me tenía perpleja, anonadada, confusa hasta la nausea. De cualquier forma, sin mi clara voluntad, mi mano acarició su rostro, nos mirábamos extasiadas; yo, más exaltada que nunca, sintiendo su amor, y mi real amor por ella, dije: ¡Has lo que quieras pequeña, lo que quieras...!, adelantó el rostro y me besó en las mejillas, muy cerca de los labios. Asustada como nunca, deseé que el beso fuera en la boca, pero ya ella estaba diciendo: ¡Te amo, mamacita divina!
Su boca regresó a mi muslo. Me estremecí con el dulce y cálido contacto, ya sin monsergas ni dudas tontas: si ella deseaba... lo que deseara, no sería yo la que me opusiera, por el contrario, haría lo que fuera para facilitar que expresara lo que quisiera expresar. Estaba pensando, cuando sentí que el beso húmedo transformaba en una sensación que no dudé en identificar ¡como lamida!; sí, ella, ¡estaba lamiendo!, cínica, lenta, dulce, ricamente lamiéndome. Mis fuertes estremecimientos fueron francos, intensos, mi excitación sexual innegable. La lengua húmeda iba de la rodilla hasta más allá del reborde de la faldita, misma que la lengua se encargaba de ir elevando más y más hasta que... ¡la lengua llegó a la ingle más próxima!
Intuyendo que la lengua deliciosa no pararía allí, me preocuparon los hombres de adelante, pero ellos estaban ajenos al drama que se desarrollaba en el asiento posterior, enfrascados en sus ortodoxas tonterías; estuve segura que incluso se habían olvidado de nosotras, allí, atrás, que viajábamos con ellos. Tranquila en relación con el riesgo de una indeseada interferencia, mis cinco sentidos pudieron concentrarse en lo que mi angelita hacía.
Ya nada me sorprendía, por eso el empuje de la manita sobre mi rodilla más lejana a su rostro, boca, lengua, fue hasta bien recibido y mi rodilla, acompañada por el muslo correspondiente, se separó tanto como fue posible del otro muslo. Enseguida, esa misma mano se colocó por debajo del muslo lejano al parecer porque le era más fácil y sencillo esa posición, para entonces moverse con claras intenciones acariciadoras, mismas que yo, ya sin la aprensión, las dudas y las intemperancias iniciales, me dediqué a disfrutar lo que mano y lengua me estaban haciendo.
Cerré lo ojos, aspiré profundo el aire que parecía faltarme, y luego sentí, más que escuchar, aspiraciones similares provenientes de la nariz, tal vez de la boca de la audaz jovencita que pretendía ir más allá con la lengua salivosa. No entendí el porqué de esas aspiraciones, pero pensé que era debido a que la niña de mis sufrimientos del principio del drama, sufrimiento que ahora era pleno goce, tenía dificultad para respirar en el sitio donde radicaban, aunque fuera por momentos, su nariz y su boca. Ella misma se encargó de aclararme por qué aspiraba con tanta fuerza y frecuencia.
Volvió a levantarse haciendo a la cobijita que cubría precariamente su cabeza, irse hasta las nalgas de la niña que estaba bocabajo; luego, igual a las ocasiones anteriores, subió la cabeza, me vio con la hermosa sonrisa ampliada, la vi con mi sonrisa más alegre, y ella susurró: ¡Ya sé de dónde salen tus olores, mamacita linda! Me estremecí, no cabía duda qué era lo que ella me estaba diciendo, esto es, los olores de mi vulva, de mis pelos, de la humedad que ya me tenía eufórica, había sido ubicados por la precoz niña. Mostré sorpresa para halagarla, mi mirada contenía una interrogante, pregunta que ella se encargó de contestar acercando su boquita deliciosa a mi oído para, en todavía más tenues, susurros, decir: ¡Qué linda y hermosa eres, mamacita!, no sabes lo qué y cómo te amo... y más desde que nos subimos al carro, la verdad... ¿sabías que tus lindos y deliciosos olores salen de tu puchita?, ¡caramba!, ¿por qué nunca me habías dicho que allí fabricas tan bellos y estimulantes olores?, ¿crees que yo también tengo olores iguales a los tuyos?, acariciando mi rostro con su manita, y luego su lengua lamió lo que la mano acariciaba.
Yo estaba paralizada por la enorme excitación sexual que casi me estaba obligando a solicitar la profundización de las caricias... vamos, de las lamidas sensacionales que la diablilla me estaba propinando. Pero fui sensata, lo único que hice fue sonreír con mayor amplitud, luego acariciar a mi vez el hermoso rostro juvenil y, para terminar ese diálogo en las alturas, dije: ¿Te gustó lo que... oliste?... ¡Claro mamacita!, no solo me gustó, sino que quiero olerte siempre, siempre... digo, cuando nos dejen, ja, ja, ja, Pero, orita lo que quiero es que..., bueno, creo que ya estamos entradas, ¿no?, ¿me dejas que te dé un beso?
Aunque ya te había dicho que nada me sorprendía, en las últimas palabras y peticiones de mi demonia, hubo sorpresas para mí. Una fue que dijo: "ya estamos entradas", que traduje: estamos de acuerdo en lo que está sucediendo, cosa que me turbó, pero fue una turbación deliciosa. La otra sorpresa fue la solicitud ¡de un beso!, beso que para mí era inevitable pensar de qué tipo de beso era el que la niña de mis sorpresas deseaba. La última fue que, sin tener clara conciencia, asentí con la cabeza sin decir nada, solo viéndola con cariño, con amor, tal como ella me veía.
¡Y me besó!, me besó, lo pensé, en la boca, con sus labios entreabiertos y húmedos, más bien llenos de saliva, luego lamió mis labios para después, sin yo poder oponerme, meter la lengua en mi boca tan adentro como pudo. Mis estremecimientos ahora fueron casi el presagio de un orgasmo, más cuando mi lengua se puso a jugar con la de la niña profundamente enclavada en mi boca. Mis pezones estaban más que tensos, casi dolorosos de tanta tensión; mientras el besó duró, la mano libre de la niña se dedicó, cínica, a acariciar, aplastándola, la chichi cercana. Restregué mi boca en la boquita presa de la bárbara excitación. Ella respondió con igual restriego, pero luego se separó, vio hacia delante, movió la cabeza diciendo que allí estaban los monigotes, y luego sonrió así los hacía desde por la mañana, llena de alegría y gozo, y ahora saturada de rojos colores.
Congruente con el señalamiento del riesgo, arrastró el cuerpecito hacia atrás para poder volver con su rostro, más bien con su lengua y boca, a donde antes encontraban. Lamió desesperada la piel tan lamida ya, ahora agregó mordiditas escalofriantes a cada paso de la lengua remolcada por la boca. Subió la boca, abrí los muslos; las manos se fueron una, al muslo lejano, la otra se metió por atrás, hasta hizo esfuerzo para meterse entre el asiento y mis nalgas, para poder llegar precisamente a mis nalgas que de inmediato disfrutaron de la rica caricia.
Aspiraciones mas sentidas que escuchadas, lamidas profusas y extendidas, mordiditas esporádicas, todo eso me tenía sumamente agitada, deseando los estímulos más profundos, más en los lugares indicados, hasta pensé en una penetración, penetración que era imposible desde luego. De nuevo, como si estuviéramos conectadas con el pensamiento, la niña, sin transición, llegó hasta m oído para susurrar, esta vez con voz entrecortada, bastante excitada, decir: Mamacita chula, mamacita de mi gloria, ¿me puedes dar la gloria de... ponerte con la espalda contra la ventana, y con tu pierna de este lado, al lado de mi cuerpo?, es que... ya sabes, así estamos pos... no puedo más que olerte lindo la verdad, pero quiero... ¡más!, ¿lo haces madrecita idolatrada?
¡Carajo con la niña!, mira que me adivinaba. Claro, deseaba lo que yo deseaba, solo que yo, tan pendeja la verdad, no había pensado en ¡cambiar de posición! Con cuidado, mirando hacia delante para estar segura que los tontos del frente seguían en lo de ellos, con la ayuda de ella que se separó tanto como pudo de mí para que yo pudiera adoptar la posición sugerida, ¿ordenada?; yo estaba feliz de satisfacer esta nueva y ahora nada sorprendente demanda de mi chiquilla precoz, ¡vaya!, era una linda precoz, trece años apenas, y mira sus locos alcances!
Antes de concluir el movimiento, movimiento que ella, arrobada, con una de sus manos en un seno, y la otra en su puchita por debajo de su pantaletita, veía mis muslos y mis pantis de encajes... comprendió, algo faltaba; acarició mis muslos totalmente abiertos; ella se colocó en medio de los dos, luego me vio, sonrió lindamente, puso la mano en la panti y la hermosa alfombra de pelos de atrás, para luego, sin decir nada, metió los dedos en el reborde superior de mis pantis y tiró hacia abajo, cosa que me sorprendió – y yo que decía que ya nada me sorprendía – porque me fue claro cuál era la intención de la chiquilla diablo. La otra mano se colocó al lado de la primera, y ambas jalaron. Yo, sonriendo con mirada, esa misma sonrisas lánguidas por le enorme excitación de ver y sentir cómo mi diablillo me estaba encuerando. Las manos jalaron y jalaron hasta que obligaron a mis muslos y piernas bien abiertos, a también ascender para facilitar la salida de la prendita tan linda y tan estorboso en lances, así te lo cuento, ¿no lo crees así madre adorada?, al terminar de quitarlas, las olió a ojos cerrados, haciendo las aspiraciones que antes escuchaba bajo la cobijita; ¡mi excitación era ya, incontenible, inmedible!. Nuestros movimientos fueron lentos, cautos, yo sin dejar de atisbar hacia los pendejos que nos obligaban a moderar nuestras ansias y deseos.
No tengo que decirte, de inmediato la cabeza con su boca y la lengua correspondiente, se precipitaron a la hermosa selva negra mojada por la catarata que tenía dentro de mi pucha. Ya te puedes imaginar, la boca besó y besó los pelitos lindos, la lengua los lamió entre beso y beso, y esa misma lengua contribuyó a inundar con su saliva mi anegada pucha, y también bebió mis dulces, mis viscosos jugos; y también hizo los fantásticos movimientos de la puntita de la lengua para llevar a mi clítoris a la locura total, total, me estremecía, movía acalorada y rítmicamente mis nalgas, suspiraba y jadeaba dentro de los límites de audición y movimiento permitidos, pero los gemidos, los jadeos y el acezar eran incontenibles, lo mismo el lento y divino movimiento de mis nalgas, movimiento que era sensacional y que, de un momento a otro, aminoró al tiempo que mis músculos de muslos, piernas y nalgas, se agarrotaban, presagio y preliminares de mi intensísimo orgasmo, el orgasmo casi me hace gritar y descubrir la maravillosa sesión de lamidas y mamadas que estaba disfrutando sintiéndolas yo, y haciéndolas ella.
Mi niña detenía, hasta donde eso era posible, mis nalgas para que su boca no perdiera contacto con la hermosa, dulce y sensacional pucha que mamaba, lamía y, de vez en cuando, besaba con pasión y deliciosas pasadas de lengua. Mi orgasmo era inacabable, verdaderamente sensacional, increíble en su gran potencia, estremecedor y estimulante para gritar y gritar; incontenible la verdad, y tanto, al prolongarse los movimientos veloces de la lengüita que se estacionó en el clítoris, me hizo casi desmayarme, y empezar a sentir toques eléctricos clásicos en mí cuando, en las ricas masturbadas, mi orgasmo y la estimulación de mis dedos se prolongaban, toques que me enardecían y hasta me dolía el clítoris. Por eso apreté los muslos sujetando con fuerza la cabeza, y con mis manos reforcé esa presión, indicándole a la propietaria de tan maravillosa lengua, que cesara sus movimientos porque poco más, ¡y me mataba de placer!
Ella entendió, suspendió los movimientos de la lengua, recorrió esta para dejar en paz el sensible apéndice, para lamer los abundantes jugos que escurrían por los lados de mi linda pelambre; saboreó, lo hizo porque escuché no solo los lengüetazos, sino también los chasquidos arrogantes, indicativos del degustar del rico sabor de mis dulces y abundante jugos. Y luego, carajo, mis sorpresas no iban a desaparecer; la niña, ¡carajo, qué niña!, lamiendo ya solo los pelos, metió un dedo a mi vagina con habilidad en verdad sorprendente, pero no satisfecha, metió otro... y otro, para luego iniciar un extraordinario y apasionante mete y saca que me regresó a la gloria del orgasmo apenas atenuado, y moví las nalgas, apreté las quijadas, cerré con fuerza los ojos, sintiendo los dedos cual vergas gordas metidas, varias, en mi adorable puchita. Nunca había movido las nalgas con tal satisfacción y agilidad, aun con la cautela necesaria, nunca había sentido tan rica una penetración y... carajo, nunca había sentido que algo, lo que fuera, ¡penetrara mi culo!. Porque eso hizo la diablilla al comprobar mi enorme excitación, tal vez al sentir cómo mis jugos bañaban literalmente mi culito, y, quizás, un dedito tocó ¡y resbaló!, hasta meterse totalmente dentro del culo. Y yo gemía de placer, sorprendida no sentí dolor, y sí lo dicho, placer y la delicia de ser penetrada por primera vez por mi estrecho y bello conducto.
Los otros dedos se mantuvieron en mi vagina, luego, sincronizados, los dedos, todos los dedos, iniciaron, más bien reiniciaron el ir y venir dentro de mis dos agujeros y, claro, mis nalgas retomaron el movimiento alucinante que tenían antes de la sorprendente penetración en mi virginal culito. Pero no solo eso, sino que la boca, y, carajo, ¡la lengua!, regresaron a los sitios bellísimos y tan sensibles de mi pucha para realizar la más fantástica mamada que había tenido en mi vida. Carajo, lamida, mamada, y con dedos en mis agujeros, era para morirse... de hecho morí de placer, jadeé cual maratonista en plena carrera, gemí igual a perra cogida, acezando como loba penetrada por la verga del lobo, contuve los gritos con la parte, mínima, de mi consciente que me ordenaba no dar al traste con tan maravillosa cogida que mi hija, ¡mi hija! Me estaba dando.
No sabía, no me importaba además, dónde estábamos, no sentía los movimientos del auto, no podía abrir los ojos ni destrabar las mandíbulas, tampoco, mucho menos, parar mis nalgas, parar el tremendísimo orgasmo. Por supuesto, no quería que el divino y nunca experimentado orgasmo se acabara. Por desgracia todo, y todos, tenemos un límite; el mío llegó con las mismas características señaladas antes, y así, casi sin importarme hacer un movimiento descubridor de mi enorme placer, no solo apreté la cabeza de la niña mamadora, sino que, con las manos temblando de emoción, y con el placer iniciado en la pucha y reflejado en esos temblores de las manos, levanté el rostro invasor hasta ponerlo a la altura de mi boca para besarlo con pasión enorme y todavía más enorme amor. La besé con la ternura acumulada por siglos, con el amor que esa mañana deslumbrante descubrí, con el placer sentido al besarla, para luego, temblando, emocionada sin fin, con voz trémula y entrecortada, en susurros, dije: Ya, pequeña, ya... ¡me estás matando de placer!, ya, pequeñina, ya mi niña, ya... por favor, ya.
Ella sonreía; su rostro sudoroso y rojo a muerte, lánguido de excitación, lamiéndose los labios llenos de mis jugos, con los ojos expresando el amor que ella me daba, dijo: ¡No sabes lo que he gozado, mamacita linda! y... cálida, caliente caldera, con una pucha deliciosa, llena de jugos exquisitos, con pliegues arrogantes tan sensibles como los míos, digo, mis deditos me han dicho que tengo unos pliegues hermosos y sensibles... ¡no sabes cómo te amo!, y más te amo, por haberme dejado decirte mi amor con las caricias que te he dado... y más que quiero hacerte... digo, cuando tu pucha adorada diga que quiere más... en tanto, ¿no quisieras cambiar de... sitio?,
Dijo la muy diablilla proponiendo indirectamente que fuera ahora yo... la encargada de, carajo, de lamer y mamar lo de ella, lo mismo que ella había mamado y lamido en mí. Yo estaba, además de continuar gozando el orgasmo declinante, maravillosamente alucinada con la inmensa sabiduría erótica de mi retoño angelical. Además, monstruosamente deseosa de experimentar por primera vez en mi vida, hacer caricias a una mujer, sentir con manos, dedos, labios, boca entera y lengua sibilina, los encantos que una mujer tiene para disfrutar del sexo, encantos que los hombres no tienen por ningún lado, pude corroborar al final de mi... excursión experimental por el ámbito de la bellísima puchita de mi amadísima niña, mi hija que me estaba enseñando el divino arte de amar... ¡a la mujeres! Mientras pensaba en estas delicias, también decidí, luego de dar y recibir más placer, interrogar a mi divina seductora si ya tenía experiencias anteriores y, ¡con quién!, aunque ella me considerará indiscreta o metiche. Y, ¿cómo no complacer a la divina diabla?
Cuando inicié con mucho cuidado los movimientos para "cambiar de sitio", me di cuenta, ya clareaba; entonces había que apresurarlo todo, todo, so pena de ser descubiertas en el intento de... carajo, de darle satisfacción ¡sexual a mi niña de apenas trece años!, y una divinidad erótica, sáfica en verdad.
Ella se recorrió hasta tocar, en su lado, la ventana del auto; abrió muchísimo los muslos y sacó con delirantes movimientos sus calzoncitos que apenas dos días antes le había comprado y ahora lamentaba no haber asistido a verla cómo se los ponía para estrenarlos; me hice el propósito de nunca más dejar de ver la prueba de la ropa en ella... y llamarla para que viera lo mismo que yo haría con mi propia ropa.
Y, ¡chingada madre!, no puedo evitar esta expresión que implica lo máximo en todo y por todo, en este caso la hermosura que vi, esto es, los pelitos apenas nacientes, los muslos maravillosamente abiertos, la raja inundada, inundación que aún estando yo alejada, se podía ver sin dificultad. Pero más me apasionó y enardeció, la expresión de la cara en su conjunto, una expresión de sacrosanta excitación sexual, de amor colosal, grandioso en verdad, de solicitud apremiante de dar lo que esa puchita estaba deseando y apremiando recibir. Vi hacia los hombres enajenados y ajenos al drama, luego sonreí y con mis manos empecé a acariciar los muslos mórbidos, hermosos, lujuriosos, caricia formidable que sentí sensacional y que vi ella recibía con enorme placer reflejado ese placer tanto en la mirada como en la excitada sonrisa que deslumbró la claridad naciente del día.
Mis manos vagaron lo suficiente para reconocer y gozar esa piel fabulosa, para luego alisar los pelitos, sentirlos mojados, peinarlos con delicadeza erótica; el tiempo disponible era corto, por eso abrevié las caricias que me resultaban indispensables y que deseaba prolongar, pero que el buen juicio indicaba que primero que nada había que garantizar el orgasmo, los orgasmos, los miles de estallidos que ella deseaba y que yo anhelaba darle, hacerla explotar hasta que, como yo, no pudiera soportar un toque más, una leve caricia extra, nada que produjera mayor placer so pena de morir con el placer desbordado, estallante, placer de los placeres letales por el placer mismo.
Ella, mi bella y precoz niña, había indicado el camino, lo que yo debía hacer, lo que mi inexperiencia no hubiera podido poner en mi acerbo erótico; ¡nunca pensé siquiera en tener un acercamiento, hasta mínimo, con una mujer!, pero ahora lo tenía, además con la mujer menos imaginada, menos prevista, con mi única y sensacional hijita. No me importó que mis nalgas desnudas quedaran al aire porque ni siquiera pensé en cubrirlas con la cobijita cómplice, cuando con premura bajé con mi rostro y boca a la panochita de mi niña amada y que ahora iba a ser mi primera mamada.
Carajo, con lo primero que topé, fue con los deliciosos olores, olores que se convirtieron en el no menos delicioso pretexto para que ella, mi diosa del erotismo, me pidiera meter su boca, ¡y su lengua!, a la fuente misma de los olores. Esos olores, también por primera vez descubiertos por mí, aunque tú no lo creas, funcionaron como imán para que mi boca llegar a la graciosa y olorosa puchita juvenil. Carajo, ¿cómo es posible que los mojigatos prohíban tan deliciosas cosas?, digo, sentir con labios, boca y nariz los vellitos vírgenes, los olores lujuriosos, y luego los sabores y emociones proporcionados por el "tacto" de la lengua. Carajo y más carajos, ya no paré. Como glotona hambrienta, lamí y mamé lo que ella tiene allí, en esa puchita elegante y sabrosa, tan sabrosa que no quería que cesara el feliz deslizarse por los pliegues y honduras de esa puchita ni siquiera pensada antes por mí. Ella movía las nalgas, empujaba mi cabeza para que la boca presionara a su vez en los confines de la puchita, para que el placer fluyera incontenible e inacabable, a mí me había sucedido y yo estaba decidida a que ella sintiera igual que yo.
Admirada por el silencio que mi mocosa – mocosa por los ricos jugos viscosos de sus puchita – guardó aún cuando yo detecté los potentes orgasmos que estaba teniendo, corroborados por el febril movimiento de las nalgas, no nalguitas porque la divina angelita tiene unas nalgas fabulosas, que no nalgotas, pero casi. Y yo mamé, y ella se estremecía un minuto y otro también. Recordé los dedos; metí hasta donde pude uno de los míos pero no quise presionar demasiado para no desvirgarla - ¿hice bien?, le pregunté después; ella me dijo que sí, que había estado fantástico porque ella deseaba que su desvirgamiento, claro, con tus dedos, dijo, debía ser maravilloso y con mucho tiempo disponible para que fuera una desvirgada de antología, de recuerdo imperecedero, que nunca le iba a dar esa virginidad a nadie más, y mucho menos iba a permitir que una horrible verga fuera la encargada de quitarle su sello de garantía, garantía de la que ella abominaba – pero sí metí cuanto pude un dedo en el culito de mi virgen, cosa que ella agradeció, incluso de palabra, además del aumento sustancial del movimiento espeluznante que hicieron sus nalgas al percibirse penetrada por mi dedo no tan sutil y sí un tanto bárbaro y brutal.
Cuando sus muslos aprisionaron mi cabeza, supe que su límite había llegado. Por eso suspendí la mamada y los movimientos de mi lengua sobre la cabecita erguida del clítoris tierno y arrogante de mi tierna y maravillosa hija erótica. Mis dos manos acariciaron las nalguitas, sopesándolas; ella, viéndome insistente, tomó mi cabeza, la jaló, para luego sacar sus pechitos al aire y ponerlos al alcance de mi boca, y dijo: "Les toca a ellos, ¿me los mamas por favor?, vaya con la niña; la boca se me hizo agua y pensé qué cómo no se me había ocurrido esa maravillosa posibilidad erótica. Entonces, con ternura infinita, lamí primero la extensión de los bellísimos y esculturales senitos de mi escultural pequeña, para luego mamar los pezones, chuparlos con deleite, para sentirlos en su muy esplendorosa cachondez, para sentirme en la gloria por la gloria de tenerlos en mi boca. Ella gozaba tanto como cuando tenía mi boca chupando y mamando sus encantos situados en la panochita apasionante, jugosa, rica, muy rica por su sabor y sus olores, pero más por la emoción de lamer y mamar, y chupar donde los mojigatos dicen que no se deben hacer nada de eso que es la delicia inalcanzable para ellos, ¡pendejos, pendejos!.
Una ligera disminución de la velocidad del vehículo, la hizo reaccionar con susto. Apretó mi cabeza contra sus senitos, volteó azorada a ver a los pendejos de delante, comprobó que el auto se detenía, y entonces susurró en mi oído que tenía muy cerca: Cuidado, cuidado... ¡hay que terminar, mamacita de mi alma y de mi placer colosal!, y diciendo y haciendo; con sorprendente agilidad, sacó, elevándolo, el muslo, la pierna y el pie que yo tenía casi sujeto con mi cuerpo, para sentarse y dejarme con tonta viendo todavía a donde antes estaban los pelitos, la rajita, los muslos, carajo, lo más placentero que yo había visto desde hacía eones.
Claro, mi reacción correctora se retrazó apenas segundos; así que, cuando el hombre de la casa volteó, ambas estábamos tranquilamente sentadas una al lado de la otra con los rostros sudorosos y rojos, con la respiración todavía agitada y con los muslos descubiertos a totalidad incluso con pelitos y pelos míos saliendo por entre los muslos. Pero nada de esto fue detectado por él. Dijo que estábamos llegando, que sin no teníamos hambre. ¡Estúpido!, pensé y como él ya estaba con la mirada al frente, puse mi mano en la puchita verdaderamente mojada, salida de la regadera de mi boca, para sentir en esos postreros minutos la delicia de esos pelitos y de la lujuriosa humedad. Ella, volteando a verme feliz, hizo lo mismo; yo abrí los muslos para que la caricia fuera más intensa, y ella hizo lo mismo; además, previsora como pocas, tomó la cobijita para cubrir los cuatro muslos abiertos de dos en dos, cada par con una mano metida entre ellos. Los dedos no esperaron más, se pusieron a nadar en la viscosa laguna en las dos puchas llenas de pelitos y divinos pliegues. Fueron y vinieron, nadaron y nadaron, moviéndose eficaces en los clítoris que no habían dejado de estar enhiestos. Tuvimos que apretar al máximo las bocas para acallar los jadeos, los gemidos y, sobre todo, los gritos que el orgasmo mutuo y sincrónico casi nos obliga a lanzar al aire y a las orejas de los tontos del frente.
Minutos más o menos, llegamos y desembarcamos. Ella y yo, felices de la vida, con los muslos llenos de jugos, con el placer tenido todavía danzando por entre los pelos de nuestras puchas peludas. Perdona que me ponga vulgar, pero es que la excitación que tengo con el recuerdo que escribo, de tan increíble placer que tuve... ¡y sigo teniendo!, me calienta y me hacer desear escuchar y decir obscenidades; ¿no te molesta?, si es así, házmelo saber.
No puedo continuar, estoy enfebrecida, más caliente que el sol, energúmena de excitación, babeando por las dos bocas, pensando solo en cómo hacer para bajarme la fiebre deliciosa. Bueno, ¡me masturbo, y vuelvo! Me tengo que masturbar porque mi apasionada y amorosa niña de mis placeres, no está. Si estuviera, seguramente hoy, no volvería a escribir; ahora vuelvo, espérame.
¡Ay, madre hermosa, casi muero de placer!, no cabe duda, las mujeres somos artistas en muchos sentidos, pero en el terreno de las masturbadas, somos como Miguel Ángel pintando la Sixtina. Estoy relativamente tranquila para reanudar el relato de mi extraordinaria experiencia, misma que se prolonga hasta hoy... ¡más hermosa!; bien, sigo.
Nos alojamos en una sola habitación, para mi disgusto. Deseaba como loca estar a solas con mi hija adorada, hacedora de mi placer sexual, nunca sentido en mi vida; y ¿cómo podría sentir tal placer si el pendejo de mi marido la mete, la saca, escupe, y todo acaba?, ya te podrás imaginar que mi único placer, hasta esa bendita madrugada, habían sido mis fenomenales masturbadas, mismas que desde adolescente, y casi en tu presencia, me di muchas veces, muchísimas más en mi cuarto, en el baño, en fin, donde me daba mi chingada gana.
Renegando, pensaba en la mejor manera de tener tiempo y espacio para solazarnos en el placer muto, sin ropa, sin impedimento, sensual, lujuriosamente desnudas, con nuestros maravillosos atributos femeninos dándonos mutuamente placer a la vista y al espíritu. En fin, espacio y tiempo para afinar y perfeccionar las caricias, los besos, las lamidas, las chupadas y las mamadas que hasta esa venturosa mañana supe que existían, que se podía tener placer con solo oler nuestras puchas, degustando rico el sabor rico de nuestras panochas, sobando los pelitos tiernos, los míos no tanto, sentir y dar mamadas, sentir que ella me metía los dedos y meter el mío, bueno dos dedos míos en el culito ya desvirgado de mi adorada adolescente.
La solución estaba a la vista, no la detectaba, carajo. Tan fácil de entender: teníamos todo el santo día del Señor para nosotras solas, bueno, descontando el momento de la comida en que nos reuniríamos con el señor de los escupitajos en mi vagina. Así que, esa misma mañana, poco después de desayunar, nos metimos a la recámara, y no salimos sino hasta la hora de comer.
Fui yo la que tomó la iniciativa, porque estaba que me llevaba la chingada de tan caliente, enfebrecida, parecía estar padeciendo salmonelosis; la encueré sintiendo la alegre risa de ella, y los toqueteos de sus manitas por mi cuerpo. Luego ella me encueró, sentí la gloria cuando la vi cómo lo hizo, con delicadeza, con muchísimo amor y lujuria. Disfrutando como yo disfrute despojarla de sus ropas. Nos vimos arrobadas en nuestra bella desnudez. Nos acariciamos de pie, paradas a media habitación, respirando cual yeguas después de una larga carrera, calientes como pavimento presto a ser puesto sobre la calle, acezando, gimiendo igual a condenadas en el suplicio; pasamos a la sesión de lamidas mutuas por el cuerpo, sin acuerdo pero coincidentes, sin meternos a las puchas, pero sí mamar hasta dolernos, los senos de una y de otra, mordiendo los pezones con mordiditas cachondas y altamente placenteras para, ya inundadas, con cataratas de jugos en las puchas, dedicarnos con fruición a la rica mamada mutua; fue cuando descubrimos el fabuloso 69, ¿lo conoces?, de nos ser así, te explico: es 69 porque la cabeza de una y de otra desaparece entre los muslos de la otra, esto es, como si fueran los números que grafican el 69, mamándonos simultanea y armónicamente logrando así el mutuo y sincrónico orgasmo, orgasmo incomparable, que ningún otro, así sea producido por la verga más suculenta, o la lengua más experta, nada se puede comparar con el divino orgasmo que tenemos dos mujeres cuando nos ensartamos en ese maravilloso e incomparable 69.
Ese mismo día, por la tarde, descubrimos el sublime cabalgar montadas en la chichi de la otra, o en el muslo liso y terso, duro, de la otra; nos extasiamos en el placer de empalmar nuestras dos puchas, abiertas con nuestras manos, y con estas jalando los muslos entrepiernadas, para luego mover las nalgas para que el frotamiento de las dos puchas se dé en toda su magnificencia, en su fabuloso esplendor y en su potencial productor de colosales orgasmos que casi nos hacen desfallecer, pero que, con ligero descanso de por medio, continuamos haciendo tortillas, esto es, frotándonos las conchas una contra otra de esa colosal y deliciosa manera. Gozamos el 69 aderezados con metidas de dedos, ella metiendo dos, tres dedos en mi vagina y uno o dos dedos en mi culo, por Dios, que inmenso placer sentirte penetrada por tus agujeros y al mismo tiempo sentir la mamada en tu pucha, a la vez que mamas otra pucha meter dos dedos en el culito de mi niña cachonda e incansable cogedora.
Hasta por la noche continuamos. El viejo, buen pendejo, en cuanto se durmió, murió. Entonces las bellas ninfas – yo no tanto, pero admítelo – nos fuimos a la alfombra para poder rodar y gozar como se nos dio la chingada gana, y gozamos y gozamos hasta que las fuerzas nos abandonaron. Entonces, felices, nos subimos a la cama de al lado, cama que no quisimos ocupar para tener el placer de coger en el piso, y que ahora ocupamos solo para dormir una en los brazos de la otra, con las piernas entrelazadas y los rostros muy juntos y besándose y, después, una con las nalgas puestas en el regazo de la otra, y ésta con la manos en las chichis de la de las nalgas acariciadas por los pelos de la de atrás. En fin, dormimos, pero aún así, continuamos disfrutando el placer del sexo casi dormido, pero que nos daba inmenso placer.
Eso hicimos un día y otro también, y tantos como duramos en ese balneario que ni conocimos. Hasta tuvimos que sobornar a la mucama para que se presentara tempranito a hacer el aseo de la habitación para que después no estuviera chingando y nosotras pidiéramos darnos al placer monumental, continuo, agotador de la fuerza física, pero nunca del ardor y la lujuria de las dos.
Al regreso, para nuestro enojo, no pudimos hacer lo que nuestra "primera vez" porque el puto jefe del señor se regresó con otro de sus sirvientes. Pero tan solo llegar a casa, nos dimos las mañas para que el macho estúpido permaneciera al margen de nuestro inmenso placer imperecedero y que mutuamente nos hicimos hasta que caímos rendidas... ¡una en brazos de la otra!.
Hace dos meses ya, del viaje benefactor, y seguimos igual forma a la brumosa madrugada en que mi audaz y bella chiquilla me sedujo, esto es, amándonos muchísimo y mamándonos lo mismo, mucho, muchísimo, cuanto podemos, sea de día, sea de tarde, sea de noche, a cualquier hora, habiendo oportunidad, no la desperdiciamos para darnos, por lo menos, un "rápido" orgasmo, aunque sea orgasmito cuando la premura es mucha.
¿Qué opinas, madre tan querida?, ¿no te calentaste con la lectura de esta misiva?, creo que sí, no necesitas decírmelo. De lo que no estoy segura es de si te diste dedo, bueno, si te masturbaste, sinceramente deseo que así haya sido.
Pero ahora... al objetivo central de ésta. No, no era relatarte mi dicha en la intensa relación incestuosa que tengo con mi amada, mamada y mamadora hija. No, era por eso que decidí escribirte.
La verdad... te escribo porque... carajo, no soy tan audaz como mi retoño, pero tengo que decirlo so pena de quedar como bruta, vamos, casi un macho descastado. Te decía, la verdad, el objetivo de escribirte fue para decirte que he soñado... ¡contigo!, y te he soñado, ¡seduciéndote como mi hija me sedujo!, ¿será posible?, mi corazón me dice que sí, que eres una madre... como lo soy yo, complaciente en todo y por todo con tu hija... que soy yo. Deseo ardiente y amorosamente, sentir el placer que sintió mi hija al seducir a su madre. Es decir, qué sintió en verdad, mi deliciosa hija al seducirme; para eso nada mejor que experimentar la realidad ¡seduciéndote!, solo así puedo tener claros los sentimientos, las sensaciones que tuvo mi hija la dichosa mañana en que su rostro primero, después su boca, luego su lengua, y después sus manos y todo su cuerpo me dieron, y ellas, sus lindas partes corporales, obtuvieron placer de mi cuerpo entero.
Debo decirte, te recuerdo bella, muy bella, nunca dejarás de serlo. También recuerdo el placer que tenía siempre que me admitías en el baño para bañarnos juntas... ¡cuando ya era yo, adolescente! con chichitas bellas, pelitos y sangrado mensual, ¿recuerdas?. Yo sí recuerdo que me calentaba, que sentía inmensos deseos de tocarte... pero nunca me atreví... por eso ahora me atrevo, siguiendo el preclaro y bello ejemplo de mi hija, a decirte lo que queda asentado, rogando a Safo y su sáfica corte, te anime y te convenza de darme tu boca, y tus chichis, y tus pelos lindos, y tu pucha jugosa, y tus nalgas respingadas según las recuerdo; sin dejar de considerar muslos, piernas, brazos, manos, culo y dedos de los pies para mamarlos, mi hija me enseñó, y enseñarte yo el placer que se tiene mamado los erotizantes dedos de los pies, sin descartar los de las manos que, en todo caso, se mojan deliciosamente en la boca para luego introducirlos en cualquier agujero tuyo y mío, ya sea la puchita olorosa, o el culito fruncido pero lindo.
¿Será tu amor tan grande tu amor por mí para que me des respuesta afirmativa?, así lo creo, estoy casi segura que para ti deberá ser una magnifica oportunidad para refrendar el amor que me tienes, y para volver a sentir, con creces, crecido con muchísimas manifestaciones tal vez inéditas para ti, el amor que hoy y siempre te he profesado. No puedo terminar sin decirte que siempre te he deseado... ¡como mujer!, seguro mi hija así me deseó a tan temprana edad.
Pongo mi pucha en el altar del amor sáfico en espera de tu respuesta afirmativa.
En esta extensa carta... van mis jugos, mismos que deposité en ella con mis dedos salidos de la pucha inundada, y con unción de enamorada... ¡de ti!.
Tuya en cuerpo y alma,
Tu Hija.
Por Linda
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