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lunes, 17 de enero de 2022

Desvíos perversos


Juzgándola superficialmente, muchas personas la consideraban una afortunada, no sólo por la considerable riqueza que poseía, sino por los mellizos y por la belleza que a sus treinta años la hacía más espléndida que en su juventud.

Todo el mundo juzgaba lo aparente pero no conocía lo azarosa que había sido su vida; nacida en lo que era poco menos que una villa de emergencia, desde muy chica había tenido que soportar, no sólo el hambre que ya era una habitualidad, sino la prepotencia de sus hermanos mayores que, al crecer, la hizo merecedora de golpes e insultos tolerados por su madre quien, consciente sólo de su propio sostenimiento, se permitía vivir en la permanente nebulosa de la embriaguez.

La escuela, a la que concurría gracias a la benefactora acción de varias vecinas, no sólo era el lugar que le permitía hacer por lo menos una comida diaria, sino también la que le abrió un mundo insospechado con el acceso al conocimiento.


Gracias a esa ausencia a la que nadie parecía importarle, pasó los primeros años de su niñez sin otros inconvenientes que los exabruptos de sus hermanos y las golpizas que le propinaba su padre en esos momentos de beodez en los que no reconocía ni a sus propios hijos.

A su pesar y con la ayuda de sus mentoras oficiosas, pasó por una menarca temprana; a los doce años, vio con desasosiego como el cuerpo acompañaba su crecimiento en altura y aunque trataba de esconder esas redondeces lo más posible, pronto se hizo evidente que prometía convertirse en una mujer fuera de lo común, no sólo por su estatura sino por la belleza de sus rasgos y el insólito color rojo caoba del cabello.

Terminó la primaria a los trompicones y como su madre, ausente durante el día trabajando como sirvienta para procurarse el dinero con el que sostener sus borracheras nocturnas, no le exigía que saliera a trabajar, se refugió en la soledad de la pequeña casilla.

De a poco fue acostumbrándose a esa rutina y se sentía útil cuando tanto su padre como sus hermanos, de vuelta del trabajo, le pedían que les hiciera de comer antes de salir en sus correrías nocturnas. Eso la distraía y sólo salía lo indispensable para ir a hacer compras que tuvieran que ver con la comida, refugiándose luego en la precariedad de la casita por temor a los muchachones que pululaban en el barrio y que observaban con ojos famélicos su paso por las calles.

Estaba resignada a esa vida que no era vida pero no podía especular demasiado con salir de aquel infierno; en definitiva, y con catorce años largos, era dueña de su tiempo, hacía lo que quería y la única excepción traumática eran los sábados en la noche, cuando sus padres se embriagaban para luego entregarse a unas desaforadas relaciones sexuales que no podía ignorar, ya que sólo una delgada pared de madera la separaba de ellos.

Ciertamente, desde su primera niñez que era testigo auditivo de esos acoples, pero con el desarrollo y aun ignorándolo todo del sexo, no podía evitar que su cuerpo y mente respondieran atávicamente y en su vientre sentía crecer extrañas cosquillas que repiqueteaban en lo más profundo de las entrañas, provocándole molestos calores que sólo se calmaban con el cese de los gritos, ayes y maldiciones de la pareja.

Aquel sábado y tras la salida de sus hermanos, su padres iniciaron uno de aquellos aquelarres sexuales y ella, ya acostumbrada a semejante zafarrancho, se acomodó en su camastro para despatarrarse cómodamente a causa del terrible calor de la casilla.

Como siempre y sin poderlo impedir, sentía en su cuerpo crecer aquellos ratones endemoniados que rebuscaban en sus partes más íntimas para encender hogueras que parecían consumirla. Aun tratando de hundirse en el sueño, se dio cuenta que algo había cambiado en el cuarto vecino; los gemidos y bramidos de su madre habían sido suplantados por risitas y murmullos cómplices que terminaron abruptamente.

Bruscamente, la cortina que oficiaba de puerta al misérrimo cuartito, fue apartada por el hombre desnudo quien, con una sonrisa bobalicona en su rostro y mientras se abalanzaba hacia su cama para levantarla rudamente por un brazo, le decía torpemente que hiciera felices a sus padres.

A pesar de su altura y nueva corpulencia, Mercedes aun era una niña, haciéndosele imposible resistir la fuerza brutal de su padre, quien la arrastró hasta el cuarto vecino para empujarla sobre la cama donde yacía su madre. Desnuda y apoyada en un codo, tan pronto Mercedes cayó despatarrada, sujetó a la chiquilina contra sus pechos y pasando sus brazos por debajo de los suyos para inmovilizarla le dio tiempo a su marido a ocupar el otro lado de la cama.

A pesar de su virginidad y falta de contacto con otras mujeres, Mercedes no era tonta y sabía lo que significaba aquella situación, pero espantada por la espeluznante perspectiva, no podía hacer nada; estaba tan paralizada como si estuviera enyesada.

Con las pupilas dilatadas por el terror, sintió como el vigoroso cuerpo desnudo de su padre se apretaba contra ella. Balbuciendo frases empalagosas sobre la abundancia de sus pechos que su mujer corroboraba con lascivos halagos, una ruda mano fue alzando la camiseta que utilizaba como precario camisón y toda la magnífica opulencia de sus senos quedó al descubierto.

Ella conocía sobradamente sus pechos, pero Marcial quedó fascinado por el movimiento oscilante que les dio la brusca subida de la prenda, temblorosos y con esa blandura particularmente gelatinosa que ponía aun más en evidencia el extraño aspecto de sus aureolas, pulidas y alzadas en forma cónica como imitando a otros pequeños senos y en cuyos vértices se elevaban los ovalados y finos pezones.

La gran manaza de su padre rodeó la base de las tetas para comenzar a sobarlas lentamente, mientras le comentaba a su mujer lo hermosas que eran. Contra lo esperado por la muchachita, la presión inaugural en su seno no sólo no le disgustó sino que colocó rápidamente aquel escozor caliente en el fondo de sus entrañas pero, cuando sintió a su madre abandonando uno de sus brazos para acariciar de la misma forma al otro seno, recuperó sus fuerzas y sacudiéndose de ese abrazo, intentó una tan vana como efímera huída, ya que sus padres, apoyando las piernas sobre las suyas, la inmovilizaron sin que pudiera hacer el menor movimiento.
Junto con la movilidad, había recuperado el habla y ahora, en medio de groseras maldiciones de las que no le faltaba repertorio, increpaba a sus padres por ser tan degenerados como para violar a su propia hija. Con voz enronquecida por el alcohol y la pasión, su madre le susurraba al oído cómo la viera florecer como mujer y había esperado todos esos años para poder someterla y que ella podía estar segura de que nadie la haría vivir esa primera vez como lo harían ellos.

Mientras hablaba, la había recostado en su brazo izquierdo como cuando era una beba para apresarla firmemente por el hombro, en tanto su mano ya no sobaba los senos sino que con los dedos estimulaba reciamente las aureolas y, poniendo énfasis en retorcer levemente los pezones entre pulgar e índice, fue aproximando sus labios para intentar besarla en la boca.

Horrorizada por semejante actitud, volvió a debatirse en tanto sacudía la cabeza para evitar ese contacto que se le antojaba asqueroso. Sin embargo, ese ademán evasivo tuvo que ser dejado de lado al sentir que Marcial y a pesar de sus meneos, le sacaba la bombacha por los pies para luego arrodillarse entre las piernas apretadas que separó dolorosamente y asiéndola por los muslos, le alzaba la grupa para poner la entrepierna a la altura de su cabeza.

Ella pataleaba, golpeando con los talones las espaldas de su padre mientras veía alucinada como este acercaba su boca a la peluda alfombrita que cubría su sexo. Observándolo como desde debajo de un tobogán, descuidó sus huidizos movimientos y fue cuando María, atrapándole la cara con una mano, aplastó la boca abierta contra sus labios.

La sensibilidad de la vulva le hacía sentir como el hombre separaba con los labios el fino vello púbico y una lengua, poderosa, húmeda y caliente, se agitaba vibrante a todo lo largo del sexo. Aun a su pesar, debía de reconocer que ese contacto la excitaba e, inconscientemente, trató de abrir la boca sin tener certeza de para qué, ocasión que aprovechó su madre para apresar entre los suyos los labios palpitantes y hundir en la boca la ágil serpiente de la lengua.

Algo muy profundo en el subconsciente le envió un mandato supremo de que se dejara estar, de que, queriéndolo o no, lo que debería de ocurrir ocurriría y que, por lo menos lo hiciera fácil para sufrirlo lo menos posible mientras trataba de disfrutarlo.

Ante su súbita calma, el hombre hizo a los labios colaborar con la lengua y en una combinación de lamidas con chupeteos que iba tornándosele exquisitamente dulce, fue separando los labios mayores al tiempo que María acrecentaba la profundidad de los besos a los que, insólitamente, se encontró respondiendo y hasta su lengua se animó a competir con la de su madre.

La hembra primigenia que habita en toda mujer la compelía a entrar en esa lucha que le proponían sus padres pero ese bichito especulativo propio de su género, le hizo saber que, aun disfrutándolo como comenzaba a hacerlo, no debía hacérselos conocer.

Comiéndole la boca como una boa hambrienta con sus labios carnosos, María agredía con la lengua tremolante la de su hija, dejando a las manos la tarea infinitamente grata de sobarle los pulposos senos para después hacerla gemir por la rudeza con que retorcía a los pezones entre sus dedos. Entretanto, Marcial había apoyado sobre sus hombros las delgadas y torneadas piernas que ya no se agitaban y, separando con los índices de las dos manos los labios mayores de la vulva, dejaba expuesto el tesoro que le ofrecía el perlado óvalo, rodeado por una filigrana de fruncidos pliegues carnosos.

La sola vista de ese sexo que él sabía virgen lo fascinaba, y encerrándolos entre sus labios gruesos, saboreó los jugos hormonales que aun tenían reminiscencias infantiles en tanto buscaba con la yema del pulgar la excrecencia crecida del clítoris.

Mercedes experimentaba sensaciones desconocidas que iban llenando cada hueco de su bajo vientre con convulsivos pinchazos placenteros que la hacían estremecer y expresaba su complacencia murmurando mimosamente cosas ininteligibles entre los labios de su madre. Esta consideró que la chiquilina ya estaba lista y dejando de besarla, bajó con la boca hacia los senos, chupeteando y lamiendo las carnes en una espiral ascendente que la condujo hacia los pezones que casi habían duplicado su tamaño.

La lengua vibrante como la de un áspid, fustigó la excrecencia de las mamas hasta que al volumen adquirido se sumó una rigidez casi pétrea y entonces la boca se abatió sobre las carnes, succionándolas apretadamente como si mamara y al escuchar los gemidos anhelantes de la chica, hincó los dientes en una al tiempo que las uñas de su mano se clavaban inmisericordes sobre la otra.

Un torbellino de nuevas percepciones aturdían a Mercedes y entre el sufrimiento por los rasguños y mordidas, rescató exquisitos placeres que la ahogaban por su intensidad y cuando Marcial tomó al clítoris entre sus labios para chuparlo y mordisquearlo con intensidad incruenta, dejando que pulgar e índice de una mano restregaran entre ellos las pliegues macerados por la boca mientras que un dedo se introducía lentamente en la vagina, creyó desmayar de goce.

Ya no podía disimular tanto placer y lanzando fuertes gemidos gozosos, comenzó a menear las caderas en instintivo coito. Entonces fue cuando se produjo una explosión de sensaciones que, cegándola por los estallidos que rasguñaban sus carnes y sintiendo como su madre se cebaba en aureolas y pezones con labios, dientes y lengua, la alegría hizo eclosión al sentir como su padre intensificaba el vaivén del dedo entrando y saliendo del sexo, hasta que un profundo ahogo la sumió en una abismo oscuro y se relajó falta de aliento mientras sentía fluir ríos cálidos desde el fondo de sus entrañas.

Perdida en la nebulosa rojiza en la que la hundiera aquel primer y precoz orgasmo, creía escuchar como Marcial y María comentaban lo linda que se había puesto “la nena” al tiempo que, entre sonoros sorbos a alguna bebida alcohólica, se desafiaban por ver quien de ellos era capaz de hacerla gozar más y mejor.
Y fue su madre quien pareció tener el privilegio de reiniciar las acciones porque, acomodándola de forma que quedara atravesada en diagonal, la despojó de la camiseta que aun tenía arrollada sobre el cuello. Colocándose invertida sobre su cara, separó los largos mechones rojizos que el sudor pegaba a su cara y, enjugando con suaves chupones las lágrimas que el placer colocara en el hueco de sus ojos, se deslizó luego para abrevar en el costado de las narinas por las que aun resollaba su agitación.

Cumplido ese cometido, dejó a la lengua vibrante escarcear sobre la boca que ella mantenía abierta a la búsqueda de aire y, delicadamente, se internó por debajo de los labios para escarbar sobre la encía y luego, decididamente atrevida, hundirse en el interior a la búsqueda de la suya.

A Mercedes, aquel beso le resultaba infinitamente delicioso e, involuntariamente, hizo que su lengua se trabara en trajinada lucha con la de su madre en tanto los labios imitaban a los mórbidos de la mujer en intensas succiones y la mano derecha apresaba su nuca, hundiéndose entre los cortos mechones del cabello renegrido.
Dándose cuenta de que su hija estaba predispuesta a sostener ese sexo lésbico, dirigió sus manos a sobar la gelatinosa masa de los pechos al tiempo que le indicaba que la imitara en todo; complacida por las sensaciones que le producía aquel estrujamiento, estiró sus manos hasta alcanzar los pechos colgantes de su madre quese mostraban sólidos y firmes. El tacto le permitió reconocer las aureolas que, grandes, chatas y amarronadas, estaban profusamente pobladas por gruesos gránulos sebáceos y en su vértice, permitían que se irguieran dos gruesos y largos pezones.

Comprobando su complacencia, María dejó de besarla para dejar que la boca escurriera hacia la parte alta del pecho, cubierta ya por la sonrojada erupción propia de la excitación y, refrescándolo con la parte interior de los labios y la lengua serpenteante, fue acercándose a las globosas laderas de los senos, escalándolas en círculos concéntricos que dejaban un hilo de baba como demarcando el territorio.

Mercedes jamás había visto otros senos que los suyos y la sensación de infinito placer que le otorgaba la lengua de su madre, la hizo mirar fascinada las tetas que oscilaban delante de sus ojos; acercando la boca, tomó entre sus labios temblorosos una de aquellas oscuras aureolas. El sabor salado de la transpiración fue rápidamente suplantado por ese olor característico a salvajina que despiden los cuerpos excitados de las mujeres y el roce con aquellos granulitos, le hicieron el efecto de una corriente eléctrica; sus labios se separaron generosamente para luego cerrarse como una ventosa sobre la aureola, succionándola con avidez mientras la lengua, anárquicamente desmandada, agredía la excrecencia del pezón.

Sumidas en ayes y gemidos y en medio de exclamaciones placenteras, se debatieron así por un rato durante el cual ambas disfrutaron complementando la tarea de las bocas con incruentos roces de los dientes y profundos hundimientos de las uñas, haciendo del dolor un goce de indecibles sensaciones de felicidad, hasta que María se dijo que ya estaba bien y, abandonando los senos, comenzó a deslizarse por el vientre hasta arribar al huesudo Monte de Venus, apenas cubierto por una oscura y rala alfombrita velluda.

Imitándola, Mercedes fue deslizándose hasta encontrar ante sus ojos la entrepierna de su madre. A pesar de sus tres hijos, María sólo tenía treinta y nueve años y la pobreza no le hacía dejar de lado la coquetería. Aficionada al alcohol y al sexo, tenía como bien más preciado su cuerpo y se cuidaba que estuviera en condiciones de satisfacer a Marcial, causa y fundamento de sus vicios.

Sabía que su sexo era deseable para cualquier hombre debido a sus características generosas y estéticas, por eso, se preocupaba por mantenerlo aseado y prolijamente rasurado, dejando sólo un triángulito velludo que parecía indicar al clítoris, fuente de todo sexo satisfactorio. Ese aspecto pareció maravillar a Mercedes y remedando lo que su madre comenzaba a hacer en su sexo, estiró la lengua para saborear por primera vez el sabor agridulce de un clítoris. Conociendo qué cosas pasan por un sexo femenino, no esperaba que aquello que olía a salobridad marina, supiera tan deliciosamente.

María también estaba emocionada; por fin, tras años de espera, iba a satisfacerse en aquella virgen a quien deseaba tanto desde su primera menstruación. Aunque su marido abrevara minutos antes en aquella fuente de placer, la vulva, que apenas abultaba, dejaba ver sus labios mayores como una cicatriz prietamente sellada.
Levantando y encogiéndole las piernas torneada pero aun delgadas, las colocó bajo sus axilas para que así, la dilatada zona erógena se presentara ante sus ojos como en una bandeja horizontal. La vista le resultaba tan tentadora que, sin poder contenerse por más tiempo, llevó la lengua tremolante a recorrer la cerrada rendija desde donde ni siquiera asomaba la cabeza del clítoris hasta donde se insinuaba la apertura vaginal. El insistente y suave vibrar actuó como un relajante y, poco a poco, los labios fueron cediendo hasta dejar aflorar un arrugado capuchón y, apenas, los bordes fruncidos de los labios menores.

El cosquilleo que eso provocaba en su zona lumbar y en el fondo-fondo del vientre, sacaba de quicio a Mercedes quien, aspirando con fruición los aromas del sexo de María, la imitó, para encontrarse que los labios mayores se abrían blandamente, ofreciéndole el menú del interior.

La inexperiencia y la posición de su madre, la obligaban a alzar incómodamente la cabeza para alcanzar su objetivo y, entonces, pasando los brazos por las ingles de María, aferró las poderosas ancas para atraerlas hacia abajo y esta, al darse cuenta de las intenciones de la chica, separó más las rodillas para hacer descender las caderas hasta sentir contra el sexo la boca de su hija.

Ahora sí, con aquel sexo fantástico a centímetros de la boca, dejó a la lengua agitarse vibrante para comprobar como, a su estímulo, del interior surgía una manojo de frunces coralineos que rodeaban un nacarado nicho oval en cuyo centro campeaba un dilatado agujero urinario. De manera similar, los frunces cobraban volumen y consistencia, tanto hacia abajo como hacia arriba; los unos como gruesas barbas de gallo que parecían proteger la famosa “fourchette” que precede al agujero vaginal y los otros, para formar la suave cobertura del prepucio que encierra al pene femenino.

Su madre y en medio de quejumbrosos asentimientos, había logrado lo mismo y tanto labios como lengua se complementaban en un ardoroso lamer y succionar a los tejidos que, lentamente, cobraban volumen por la afluencia sanguínea. Procediendo en consecuencia, y ya desatada casi irracionalmente, Mercedes hundía la boca en aquel sexo exuberante en voraces chupeteos que prácticamente la llevaban a la masticación de los sabrosos tejidos.

Satisfaciéndola satisfaciéndose, María fue hundiendo dos dedos en la vagina y prontamente, encontró en la cara anterior el bulto casi exagerado del Punto G. Entusiasmada por las dotes naturales de la chica, presionó y restregó hasta arrancar en ella fervorosos grititos de satisfacción. Envalentonada, tomó entre los labios al erguido clítoris y alternando profundas succiones con recios roces de los dientes, hizo que la muchacha, enloquecida por el placer, repitiera la maniobra en su clítoris, hundiendo en el sexo tres dedos inexpertos que iniciaron un intenso vaivén copulatorio.

Verdaderamente, aquel sexo inaugural con su hija hacía perder los estribos a la mujer mayor y en medio de bramidos en los que le pedía que no cesara en eso hasta hacerla acabar, pasó una mano por debajo del cuerpo de la chica para buscar a tientas el ano y hundir el dedo mayor en él, en singular sodomía. A pesar de su ocasional desvarío, María no había perdido la noción de lo que hacía y lo que se proponían con Marcial. En medio de los bramidos, ronquidos y ayes de su hija, sin dejar de penetrarla por ambos agujeros, dio una ágil voltereta en la cama para que esta quedara encima de ella.

Alzando las piernas, las encogió para rodear con ellas el cuello de Mercedes e impidiéndole todo movimiento, hizo señas a su marido para que se acercara. Las piernas de la chiquilina, atrapadas bajo la axilas de su madre, no podían adoptar otra posición y la grupa así elevada era casi una provocación para su padre.
Con la boca aplastada contra el sexo de María, se preguntaba por qué su madre la inmovilizaba de esa manera, cuando sintió las manazas de Marcial asiéndola por la cintura y un objeto redondo y caliente apoyarse contra el agujero vaginal. Casi como una verdad revelada, tuvo la certeza de que se trataba del miembro de su padre y eso colocó un temor en su mente y cuerpo que reaccionaron instintiva e involuntariamente, comprimiendo los músculos vaginales.

El hombre cobró conciencia de lo que le sucedía a su hija y pidiéndole a María que se encargara de calmarla, esperó pacientemente a que esta corrigiera su posición debajo de la chiquilina y acariciara tiernamente a la azorada muchacha al tiempo que cubría de besos al sexo, diciéndole que ella sabía que eso sucedería inevitablemente y que aprovechara para disfrutarlo como había hecho con todo lo anterior.

Claro que Mercedes estaba consciente de que aquello debería ocurrir e incluso, en su fuero interno, lo deseaba, pero tal vez el entusiasmo con que enfrentara la deliciosa tarea del sexo oral mutuo con María o la brusquedad con que su padre tratara de someterla, la habían bloqueado y su cuerpo se negaba a ser intrusado de esa manera.

Ciertamente, esas eran cosas que le dictaba su inconsciente y su cortedad intelectual le impedía decírselo a su madre, ya que ella misma desconocía cómo manifestarlo. Lentamente, los besos y caricias de la mujer le hacían no sólo recobrar la tranquilidad sino que volvía a sentir reavivarse el fuego que nunca se había apagado. Las hábiles manos de María se regodearon sobando suavemente las nalgas y cuando la chiquilla admitió a regañadientes lo caliente que estaba, una de sus manos hizo una nueva señal para que el hombre volviera a la carga.

Esta vez, Marcial se comportó de manera muy distinta y, arrodillándose detrás de ella, comenzó por acariciarle las nalgas en tanto dejaba que labios y lengua se deslizaran con sabia lentitud por la hendidura, pasaran sobre el ano, estimularan el sensibilísimo perineo y luego se enfrascaran el deliciosos chupeteos y lamidas a todo el sexo, escarbando con la punta tremolante sobre el agujero vaginal llenándolo de saliva para contribuir a su distensión,.
Verdaderamente, los besos y caricias de la mujer, sumados a la exquisita tarea que Marcial realizaba en su sexo, la habían llevado nuevamente a la cresta de la ola y cuando este volvió a enderezarse para embocar al glande contra la vagina, sintió como esta se dilataba y algo de un tamaño que no hubiera imaginado jamás, fue separando dolorosamente sus carnes.

Sabiendo el tamaño de la verga de su marido, María sabía por lo que la niña estaba pasando y deslizándose hacia arriba para volver a estrecharla entre sus brazos, fue murmurándole frases de consuelo para ayudarla a superar semejante trance. Envolviéndola cariñosamente con sus brazos, Mercedes sollozaba por el sufrimiento pero a la vez le contaba a su madre con palabra entrecortada por el sufrimiento, cuanto había deseado ese momento de convertirse en mujer.

Alentándola, María le decía que, tras ese tormento inicial, el dolor era ampliamente superado por el placer y a veces, la combinación de ambos simultáneamente la conduciría a sus mejores orgasmos. La barra de carne pareció llenar cada hueco cuando estuvo enteramente en su interior mientras ella sentía como los delicados tejidos eran destrozados impiadosamente por la verga y entonces, al iniciar Marcial un suave movimiento de vaivén tras haber alcanzado a golpear contra la estrechez del cuello uterino, el prometido goce anunciado por su madre fue produciéndose.

Una oleada cálida subió desde el mismo útero para dispararse a cada rincón del cuerpo, en medio de estallidos y contracciones nerviosas que la llenaban de placer. Incapaz de contenerse, proclamó a los gritos esas nuevas sensaciones y sus padres comprendieron que la niña estaba en sus manos.

En tanto, María volvía a deslizarse para que su boca encontrara la abundancia mórbida de los senos colgantes y, encontrando una cadencia, Marcial proyectaba su cuerpo para estrellar la pelvis contra las sólidas nalgas en tanto la verga se deslizaba cada vez más fácilmente sobre la lubricación de las abundantes mucosas que expelía el útero.

Mercedes encontraba deliciosa esa primera cópula e incitando a su madre para que volviera a juguetear en su sexo, se las arregló para volver a meter su cabeza entre las piernas encogidas de la mujer, buscando con gula aquel sexo pletórico de texturas y sabores.

María comprendía a la muchacha y decidida a contentarla, contentándose ella misma, se instaló debajo de la entrepierna para estimular con los dedos al endurecido clítoris en tanto introducía un dedo de la otra mano junto con el falo, deslizándolo de un lado para el otro en tanto doblaba el dedo para que el roce fuera aun mayor.

La que hasta una hora antes fuera virgen de toda virginidad, estallaba en frases irreproducibles de goce inenarrable y fue entonces que su padre consideró que había llegado el momento culminante de la relación; sacando la verga de la vagina y aun mojada por sus fluidos, dejó caer una abundante cantidad de saliva en la hendidura para luego y sin transición alguna, apoyar la punta sobre el apretado haz de frunces anales y empujar.

Esta vez no hubo preaviso alguno y la verga avasalló la tímida resistencia de los esfínteres para entrar abruptamente dentro del recto. Asida férreamente por su madre, la chiquilina no pudo contener el grito espantoso que surgió desde lo más hondo de su pecho y cuando la saliva gorgoriteaba en la garganta, el fino cuchillo que se clavara en la columna vertebral para pinchar agudamente la nuca, se convirtió en la más dulce y esplendente sensación que experimentara en su vida.

Al sentir el chas-chas de las carnes empapadas de fluidos y saliva golpeándose sonoramente, Marcial la aferró por las caderas e inició una lenta y acompasada sodomía mientras su mujer volvía lamer y chupetear al clítoris en tanto hundía tres dedos en la encharcada vagina.

Ahogándose con la abundante saliva que secretaba su boca y en tanto jadeaba para encontrar en aliento que semejante coito le retaceaba, todavía Mercedes encontró fuerzas para expresar de viva voz el placer que le estaban proporcionando, arengándolos para que la sometieran más y mejor hasta hacerle encontrar la satisfacción total, cosa que no tardó en llegar cuando su padre la hizo darse vuelta y, sosteniendo al falo con una mano, condujo su cabeza para que, mientras él se masturbaba enérgicamente, recibiera en su boca, rostro y pechos los espasmódicos chorros cremosos del semen.

Al despertar y aun sin abrir los ojos, comprobó extrañada que se encontraba en su cama pero entonces reconstruyó todo lo sucedido la noche anterior en una fulgurante sucesión de imágenes superpuestas y cómo al final recibiera en su boca abierta la almendrada melosidad del esperma; vagamente y a causa de su desmayada modorra cómo luego, recordó que, recostándola en la cama, su madre se encargara de limpiar la plétora de sudor, salivas y semen que la cubrían para después de colocarle nuevamente la bombacha y la conducirla hacia su cama en la que se derrumbó rendida por el agotamiento.

Si bien no estaba de acuerdo en el cómo, no le disgustaba lo sucedido y rememorando los momentos más álgidos como fueran la penetración vaginal y anal por el sordo latido que todavía habitaba los esfínteres de esos lugares, se dijo que lo hecho, hecho estaba y que si aquello le procuraría alguna ventaja personal, debía aprovecharla al máximo.

Vistiéndose, caminó hasta la cocina en donde estaba María tomando unos mates y que, ante su presencia, la recibió con una radiante sonrisa de felicidad. Ninguna hizo referencia alguna a lo sucedido y, mientras comía un pedazo de pan con manteca, Mercedes observó por primera vez a su madre como una mujer; debería de haber tenido pocos años más que ella al tener a su primer hijo y ahora, veinte años más tarde, su cuerpo lucía esbelto, sus pechos se mantenían erguidos aun sin corpiño – como en ese momento – y los sólidos glúteos conservaban una sólida firmeza que sostenían dos largas piernas, apenas más rotundas que las suyas. Sólo su rostro y, seguramente a causa de los excesos alcohólicos, se mostraba avejentado, macilento y ajado, pero, seguramente, en su juventud debería haber sido una belleza.

María era consciente del examen furtivo de su hija y entonces, como para distender los ánimos en esa mañana que ya pintaba como calurosa, le pidió que la ayudara a preparar la salsa para los fideos del mediodía, porque los muchachos debían salir temprano para el partido que jugaban como visitantes.

Ninguna de las dos era muy conversadora y de esa forma trajinaron en esa cocina multiuso que servía también como comedor y living. Sin embargo y como de manera fortuita, al moverse lado a lado en esa rústica mesada, la mujer provocó algunos roces de los cuerpos hasta que, abiertamente y sin ningún disimulo, comenzó a acariciar festivamente sus nalgas con suaves apretujones y chispeantes pellizcos que la hicieron reaccionar airadamente, ante lo cual su madre le dijo alegremente que sólo estaba preparando el terreno para lo que vivirían esa tarde en su cama, tras lo cual la abrazó para estampar en su boca un beso cálido y húmedo.

Apenas pasado el mediodía y tras el almuerzo, cuando los muchachos salieron para el partido, su madre la tomó de la mano para conducirla al dormitorio, donde ya yacía la figura desnuda de Marcial. Haciéndola sentar en el borde del desvencijado lecho inició sin apuro una explicación de que, si bien no era correcto que padres e hijos tuvieran sexo, tal como estaba el mundo, lleno de drogadictos, sádicos, violadores y, especialmente, enfermos de Sida, con su marido pretendían introducirla al mundo del sexo para que terminara de consolidar esa adultez que ya manifestaba su cuerpo, sin peligro de ser violentada o contagiada vaya Dios a saber de qué enfermedades.

En tanto le hablaba con voz calma y suave, María la ayudaba a despojarse de las pocas prendas que vestía hasta dejarla totalmente desnuda para luego, por el simple método de sacarse el vestido por sobre la cabeza, quedar de la misma forma. Volviendo a sentarse, esta vez muy junto a ella y en tanto le pasaba una mano suavemente por la espalda, acercó la boca a sus labios pero antes de que siquiera tomaran contacto, su lengua escarceo en busca de la suya que, involuntariamente para Mercedes, salió a su encuentro para combatir a la agresora.
El silencio del cuarto sólo era roto por los suspiros y ayes reprimidos de las mujeres y al cerrarse la otra mano de María sobre un seno para comenzar a estrujarlo concienzudamente, la jovencita se aferró a la nuca de su madre al tiempo que, abriendo la boca, se enzarzaba en un sucesión de chupones y lengüetazos que adquirieron carácter de enloquecida pasión cuando la mano abandonó los pechos para hundirse en la entrepierna y buscando al clítoris, lo estimuló con el delicado estregar de los dedos.

Mercedes temblaba toda por la placentera excitación que le procuraba su madre, cuando esta se separó por un momento y le dijo que esa tarde sería para ella una verdadera lección de sexo, en la cual aprendería cosas que ni siquiera imaginaba.

Conduciéndola hacia el respaldar de la cama, contra el cual se recostaba Marcial, le dijo que uno de los placeres elementales y tal como lo hiciera ella, era el sexo oral, al que los hombres adoraban y las mujeres convertían en su favorito. Abriéndole las piernas a su marido, dejó expuesto un miembro que no se parecía en nada al que la socavara la noche anterior; el plácido colgajo pendía como un deforme chorizo al que no terminaran de rellenar y entonces, tomándolo entre los dedos, María le explicó que una de las tareas básicas de la mujer era obtener una buena erección del pene, para lo que ella debería desplegar todas las virtudes orales que su mente le dictara, tras lo cual, abrió la boca para introducir el ella al flojo pellejo y tras cerrar los labios, iniciar movimientos masticatorios y succionantes.

A la que aun era una chiquilina, aquello le producía un poco de asco, especialmente porque en definitiva, se trataba de su padre y aunque no profesaban religión alguna y aquello de la moralidad ni siquiera rozaba su mente, tenía la dudas de que no todas la chicas a las que sus padres intentaban proteger sostuvieran relaciones sexuales con ellos, pero, diciéndose que la noche anterior había llegado demasiado lejos para retroceder y que, verdaderamente, esa experiencia podría servirle en el futuro – que ni imaginaba lo cercano que estaba – , después que su madre le atara el largo cabello a la nuca para que no la molestara, tomó con dedos temblosos por la excitación aquel proyecto de verga.

Bajando la cabeza, abrió a boca y metió en ella aquel bocado carnoso. A sólo centímetros, María apoyaba la cabeza en el muslo de su marido mientras la instruía de cómo hacerlo y, obedeciéndola, succionó y empujó con la lengua a aquella especie de pellejo gigante, dándose cuenta que, como si fuera una golosina, hacerlo la provocaba un nuevo placer que se correspondía con los cosquilleos que escocían en su sexo desde donde su madre la estimulaba con los dedos insuaves caricias.

Una innata sabiduría le señalaba como hacerlo sin lastimar a su padre y en un complicado ejercicio de lengua, labios, paladar y muelas, estrujó, sobó y casi masticó al pene hasta que este fue cobrando forma de un verdadero chorizo y, ante esa nueva consistencia, María fue induciéndola a restregarlo entre los dedos en una mínima masturbación mientras que la boca succionante subía y bajaba por el tronco al ritmo que la mujer le imprimía empujándole la cabeza.

Comprendiendo de qué se trataba, que en definitiva era utilizar la boca como vagina sustituta, hundió la verguita hasta que sus labios rozaron la olorosa mata de vello púbico para luego retroceder, haciendo con los labios un anillo prensil que estregaba reciamente la piel. Alentándola contenta por la facilidad con que aprendía y mientras con una mano jugueteaba en su vulva, María fue indicándole cómo hacerlo y pronto, mientras los dedos masturbaban de arriba abajo al tronco que pronto alcanzaría los tres centímetros de grosor, la lengua tremolante se abatió sobre los testículos, dejando a los labios la tarea de succionar la arrugada piel.

El áspero olor parecía inducirla a ir más allá y sintiendo como bajo sus manos el falo iba convirtiéndose en tal, subió con labios y lengua a la base del tronco para luego ir ascendiendo sobre ese músculo que en la parte inferior parecía una nervadura. Combinándolo con el restregar de los dedos, trepó hasta encontrar el obstáculo de un surco profundo, al cual y siguiendo las instrucciones de su madre, lamió y chupó con golosa intensidad hasta que por propia iniciativa, escalo la curva de un ovalado glande que ya alcanzaría fácilmente los cuatro centímetros.

Abriendo la boca pero evitando herirlo con los dientes, inició un lerdo periplo succionante que la llevaba del mismo agujero de la uretra hasta la profundidad de aquel surco huérfano de prepucio. Por consejo de su mentora, fue dejando caer una abundante cantidad de saliva para que se deslizara hacia abajo, sirviendo de lubricante a las manos que ahora y gracias al tamaño del falo, lo ceñían juntas para moverse arriba y abajo mientras efectuaban movimientos circulares opuestos.

El hombre roncaba y bramaba de placer y entonces María le indicó que debía abrir la boca lo más posible para introducir la verga tan adentro como pudiera. Siempre se había afanado de la generosidad de su boca carnosa; ahora casi dislocó sus mandíbulas para abrirlas y, envolviendo al falo como una bestia voraz, bajó la cabeza hasta sentir como rozaba allá en el fondo y ante un primer atisbo de arcada, comenzó a retirarlo pero, obediente, lo hizo lentamente en tanto lo ceñía apretadamente.

Ya totalmente encendida, no le hicieron falta los consejos de su madre para dedicarse con delicado afán a chupar al miembro con un ritmo que a ella misma la excitaba, especialmente porque María se había trasladado hacía los pies y ubicándose detrás, recorría con labios y lengua la hendidura entre las nalgas, poniendo el acento en estimular los frunces anales mientras los dedos recorrían todo el sexo, deteniéndose especialmente a restregar al ya erecto clítoris.

Era tal su ardoroso esfuerzo, que a ella misma la superaba y debía dejar de chupar la verga para recuperar el aliento pero no significaba que la abandonara, sino que las manos la suplantaban para masturbarla frenéticas, resbalando en la saliva que la bañaba. Por otra parte y para terminar de enloquecerla, su madre había hundido su dedo índice en la vagina y ante sus complacidas expresiones de goce, introdujo al pulgar en el ano para formar una tenaza que se rozaba a través de la vagina y la tripa y con la que la sometía deliciosamente.
Sintiendo la revolución de sus entrañas que había aprendido a relacionar con la explosión que ella consideraba era un orgasmo, atacó aun más denodadamente la verga, sintiendo como era sometida por la mujer hasta que, en medio de los bramidos de satisfacción de Marcial, recibió en la boca el primer chorro espasmódico del semen, pero cuando quiso retirarse para respirar, el hombre se lo impidió con ambas manos en la cabeza y tuvo que tragar la inmensa cantidad de esperma que finalmente excedió los labios para deslizarse hasta su mentón.

Ahogada por la intensidad del fatigoso esfuerzo y la que ahora consideraba deliciosa crema, dejó descansar la cabeza contra el muslo masculino mientras saboreaba el almendrado jugo, deleitándose en recoger los goterones que cubrían el mentón con dedos que lamía con fruición.

Subiendo a lo largo de su vientre, tras entretenerse un momento en los pechos, su madre llegó hasta ella para, tras tildarla de egoísta con fingida severidad, terminar de eliminar los últimos vestigios pegajosos y luego envolver su boca con besos succionantes en los que parecía verdaderamente querer recuperar el semen de su marido.

Este se había retirado de la cama y entonces, encendidas las dos, se revolcaron en el lecho como perras alzadas, estregaron sus cuerpos que resbalaban con audibles chasquidos por el sudor que las cubría mientras las manos parecían multiplicarse en acariciar pechos, nalgas y hundirse imperiosas en cualquier hueco que les diera cobijo.

Finalmente y todavía sofocada por la intensidad de los besos, su madre detuvo el trajinar para decirle que había llegado la hora de comprobar su disposición para ejecutar las posturas básicas y necesarias en el sexo.

Haciéndola levantar, estiró prolijamente las sábanas que en su rodar habían arrugado y desordenado, para después indicarle que se acostara boca arriba en el medio. Acomodándose contra el respaldo, María abrió las piernas, arrastrándola por las axilas hasta que su cabeza descansó sobre el pubis como sobre una cálida y olorosa almohada.

Volviendo a hacerse presente, Marcial se acercó desde los pies y abriéndole las piernas, las encogió hasta que las rodillas casi rozaron los pechos, con lo que toda su zona erógena, húmeda y fragante, se le ofrecía generosamente. Inclinándose sobre ella y por primera vez, sus manos y boca se abatieron contra la gelatinosa morbidez de los pechos y para ella ese contacto fue como si los frenéticos esfuerzos de su madre no hubieran existido; las manos, rudas y callosas, estrujaban las carnes con una violencia que la sacudía de dolor y cuando la boca tomó posesión de las mamas, chupándolas casi con fiereza en tanto los dientes mordisqueaban sañudamente los puntiagudos pezones, un ansia interna la obligó a proclamar su goce y menear la pelvis al tiempo que le pedía soezmente que la poseyera de una vez.

Complaciéndola y en tanto su madre le sostenía las piernas abiertas encogidas por detrás de las rodillas, restregó como un pincel la verga a lo largo de todo el sexo, separando despaciosamente los labios de la vulva para finalmente estregar el glande sobre el nacarado óvalo.

Con los ojos dilatados por el ansia y la boca abierta en un jadeo angustiado, Mercedes esperaba anhelante el momento de la penetración que, cuando se produjo, la condujo al más excelso mundo del placer; dándole firmeza con el pulgar al ya endurecido miembro, Marcial apoyó la cabeza contra el todavía estrecho agujero vaginal y con suave lentitud, fue introduciéndolo entre las carnes.

Instintivamente y aun en contra de los deseos de la muchacha, como si una repentina vaginitis hubiera contraído sus músculos, estos ceñían al falo como impidiéndole el paso. Antes que contrariado, el hombre parecía contento con esa oposición que hacía más satisfactorio el roce de la verga contra los afiebrados tejidos y, muy lentamente, fue empujando hasta sentir como la punta invadía a parte del cuello uterino y entonces, con el mismo cuidado, fue retirándola hasta sacarla totalmente de la vagina.
Aun sin proponérselo, porque la penetración le gustaba, Mercedes exhalo un hondo suspiro de alivio que casi inmediatamente fue interrumpido cuando el falo portentoso volvió a hundirse en el sexo y entonces, en murmurantes palabras que el jadeo interrumpía, manifestó su repetido asentimiento.

Y su padre la satisfizo, repitiendo el movimiento en insistente cópula que acompañar con ayes el estremecimiento de cada rempujón al tiempo que María, indicándole que ella misma sostuviera sus piernas encogidas, se dedicó afanosamente a sobar y estrujar los senos. Cuando la jovencita expresaba contenta los más placenteros goces que le proporcionaba el hombre, ella fue retorciéndole deliciosamente los pezones hasta que, en medio de los rugidos que le provocaba la obtención del orgasmo, clavó fieramente las uñas de sus pulgares en ellos hasta la jovencita se derrumbó desfallecida.

Sabiendo que, a pesar de su denodado esfuerzo por complacerlos, el cuerpo adolescente sufría con ese tratamiento, María la condujo al precario baño donde, dejando correr el agua del inodoro, lavó y refrescó las carnes del sexo de su hija y mientras esta continuaba haciéndolo con los labios internos, ella se dedicó a pasarle por todo el cuerpo una toalla húmeda con la que retiró todo rastro de sudor, salivas y semen de su piel.
Tras hacer lo propio y oliendo a limpio las dos, volvieron al dormitorio para encontrar que el hombre había vuelto a ocupar su lugar contra el respaldo. Haciéndola subir a la cama, su madre le indicó como acuclillarse ahorcajada sobre su marido para luego ir descendiendo el cuerpo hasta que el sexo tomara contacto con la verga sostenida por su padre.

Esta vez los músculos deberían de estar distendidos por el coito anterior porque, aun sintiéndolo intensamente, la joven notó que se deslizaba como por un conducto natural y pronto lo sintió golpeando el fondo de la vagina. Cuando las nalgas se asentaron en la pelvis del hombre y en tanto este la sostenía erguida tomándola por las caderas, sosteniéndola por las axilas Maria fue ayudándola a iniciar un lerdo galope.

A Mercedes, el sentir semejante barra de carne socavándola, comprobando que esta ocupaba hasta el mínimo hueco en su sexo, le resultaba maravillosamente placentero y la forma en que se deslizaba con cada subida y bajada la hacían olvidar cualquier sufrimiento.

Tomando una actitud activa, ella misma calculó cómo debería ser esa jineteada al falo y flexionando las piernas para que ese galope tuviera un recorrido exacto e ininterrumpido, apoyó las manos en sus rodillas e inició una cópula tan intensa como profunda. Sinceramente y después de haber escuchado por años los ayes y gemidos de su madre, creía que el coito era realmente doloroso y ahora comprobaba que no sólo no era así sino que el placer la compulsaba a inmolarse en tan magnífico sexo.

La ansiedad la impelía a arquear el cuello y tirando la cabeza hacia atrás, dejaba escapar tan broncos ronquidos gozosos que María, excitada por lo que su hija prometía, se colocó detrás de ella para asir los senos levitantes, estrujándolos con tal sapiencia que, a poco, la niña le rogaba que no cesara de provocarle tanto goce.

Siguiendo con su plan de adoctrinamiento, Marcial le hizo cambiar la posición de las piernas para que, arrodillada, se asiera con las manos a sus hombros e impeliera su cuerpo adelante y atrás en un movimiento por el que la verga se movía dentro en forma aleatoriamente deliciosa. Bendiciendo la creatividad sexual de su padre y en tanto aquel se dedicaba a completar el manoseo a los senos con espléndidos retorcimientos a los pezones, colocada al costado, su madre pasó una mano por debajo del vientre para excitar con dos dedos al clítoris y recorriendo con el dedo mayor de la otra la hendidura entre las nalgas, fue introduciéndolo suavemente en el ano para acompañar el vaivén que ella le imprimía a la cópula.

Obnubilada por tanto goce junto, y jadeante por el esfuerzo, Mercedes les suplicaba que la hicieran gozar aun más. Complaciéndola, sus padres la hicieron girar sin sacar al falo del sexo y, recostándola contra el pecho de Marcial, aquel reinició el movimiento copulatorio mientras volvía a rascar y someter a los senos, en tanto su madre se inclinaba para sojuzgar al clítoris a la agresión de sus labios, lengua y dientes.

Aunque incómoda por la posición de las piernas dobladas, el placer le resultaba tan grande, que apoyó las palmas de las manos echadas hacia atrás en el pecho de Marcial y, naturalmente, arqueó el cuerpo para que la fuerza del falo entrando y saliendo fuera más intensa. Coronando esa maravillosa cópula, los dedos del hombre siguieron agrediendo a los senos mientras su madre completaba la acción, introduciendo dos dedos junto con la verga y su pulgar estregaba embriagadoramente al clítoris.

El cansancio y la posición debilitaban los movimientos de la chiquilla y cuando les dijo que no lo soportaría por mucho más, su madre la ayudó a tirarse hacia adelante para quedar arrodillada y con los codos apoyados en la cama. Acuclillándose detrás, Marcial tomo al falo todavía emparado por las mucosas vaginales para, sin violencia alguna, milímetro a milímetro y centímetro a centímetro, ir introduciéndolo en el recto.

Nuevamente, el grito reprimido se acumuló en su garganta pero esta vez no era por el sufrimiento sino por las delicias que esa sodomía llevaba a su cuerpo y mente. Acomodándose para quedar con las manos apoyadas firmemente en la cama, se dio envión para acompañar el ritmo de la penetración al tiempo que expresaba su goce en repetidos asentimientos.

Dándose cuenta de que la muchacha debería de estar por acabar, María se escurrió debajo de ella en forma invertida para estimular con los dedos de una mano las carnes inflamadas de la vulva e, introduciendo en la dilatada vagina la punta de un consolador de látex, fue penetrándola lentamente.

Mercedes nunca hubiera imaginado que una doble penetración fuera posible y, a pesar de que la masa conjunta de ambas vergas llevaba sufrimiento a sus carnes, también experimentaba sensaciones gozosas que la aproximaban al llanto de la felicidad y cuando María terminó de meter al falo, sintiendo como los dos miembros se estregaban reciamente a través de la delgada membrana de la vagina y la tripa, creyó desmayar de tanta dicha junta.

Es que sentía como en su interior, aquellos demonios que cosquilleaban en sus entrañas se extendían a todo el cuerpo, tironeando de músculos y tendones como pretendiendo arrancarlos de los huesos para arrastrarlos hacia el caldero hirviente del vientre, anunciándole la proximidad del orgasmo.

Proclamándolo a voz en cuello y, cuando sus padres incrementaron la cópula, se inclinó para hundir golosamente la boca en la fantástica vulva de María, expresando todo su goce con labios, lengua y dientes, sometiendo a los tejidos a una verdadera carnicería en tanto hundía dos dedos a la vagina materna.
En esa instancia, se hundieron en una vorágine de placer que culminó cuando su padre descargó en la tripa la abundancia del semen y, conjuntamente, ambas mujeres alcanzaban la dicha de acabar.

Sumida en el sopor del orgasmo y amodorrada por el cansancio, se dejó estar en tan desmayada posición que sus padres, ignorándola y en tanto limpiaban sus cuerpos con toallas humedecidas, comentaron que Mercedes cumpliría acabadamente con lo que El Turco requería y que al otro día Marcial la llevaría con engaños al prostíbulo, que no distaba más de cinco cuadras de la casa.

Espantada no sólo por el hecho de haber sido violada por sus propios padres, lo que por otra parte la había llenado de dicha suponiendo que se sumaría a las noches orgiásticas de la pareja y no estaría expuesta a manos de cualquier individuo, sino porque todo aquello había sido premeditado para condicionarla física y mentalmente para entregarla a otro hombre que la prostituiría.

Reprimiendo los sollozos que parecían querer traicionarla, tuvo el tino de no evidenciarlo y se quedó quieta mientras maquinaba que hacer. Al cabo de media hora, se incorporó en la cama y diciéndole al matrimonio que estaba exhausta, se dirigió a su cama en la que simuló dormir por horas, hasta desechando la hora de la cena.
Pasada la medianoche y con todo estudiado, buscó y extrajo de la caja en que su madre guardaba sus mejores galas, una corta pollera, una escotada blusa y un par de zapatos de tacón que ella sabía le calzaban a la perfección. Metiendo todo eso junto a una cartuchera de maquillaje de María en un bolso, salió subrepticiamente de la casilla para dirigirse a la estación de tren, a más de diez cuadras.

Jamás había estado en la Capital, pero sabía por los noticieros que en las proximidades de la estación Constitución se perdería entre las mujeres que allí se ganaban la vida con su cuerpo. En definitiva, eso era lo que sus padres se proponían y había decidido llevarlo a cabo pero por su cuenta, manejando su propio dinero y, tal vez con eso, conseguiría salir de esa vida miserable.

Impresionada por la inmensidad del hall, se las arregló para buscar un baño y una vez en él, encerrándose en un retrete, cambió sus ropas y cuando salió, temblequeando sobre los tacos altos, se dirigió al manchado y sucio espejo para encontrase frente a una espléndida joven adulta; las ajustadas ropas de su madre le calzaban a la perfección, dejando ver gran parte de sus pechos y destacando la solidez de los glúteos. Atenta a desfigurar los pocos rasgos adolescentes y voraz lectora de las revistas de María, peinó el largo cabello rojizo en forma incitantemente suelta y maquilló a ojos, rostro y labios con esa grosera policromía que atrae a los hombres.

Al salir y atravesar el hall hacia afuera y a pesar de los pocos transeúntes que se movían en la naciente madrugada, ella sentía sus miradas como si fueran sólidos dedos que recorrían su anatomía.

La inmensidad de la plaza la desorientó pero, rehaciéndose y sintiéndose más identificada con ellas, recurrió a una de las varias chicas que limosneaban en la vereda, preguntándoles en qué zona paraban las putas. Sin burla tangible y evidenciando que la consideraba una de las “viejas”, la chiquilina le señaló en que calle estaban los hoteles.

Llegada al lugar y sabiendo que no debía invadir territorio, se aproximó a una de las más jóvenes para decirle cómo debía hacer para tener su lugar. Inspeccionándola con curiosa suspicacia, la mujer le preguntó si era mayor de edad y como ella admitiera no alcanzar los quince, fraternalmente la chica le dijo que tendría que aceptar a su cafishio para que este manejara no sólo la clientela sino le proporcionaría una documentación falsa y tendría protección ante la policía.

Sin pensarlo demasiado, ya que no veía otra oportunidad para ese desequilibrio que había entre su belleza y su falta de instrucción, le dijo que estaba de acuerdo y esta la condujo hacia un hotel a no más de veinte metros.

Dejándola unos momentos sola en el pequeño vestíbulo, volvió con un hombre que la evaluó concienzudamente como si fuera mercadería y diciéndole que por unos días tendría que guardarse en una habitación que él le proporcionaría, la condujo hacia un cuarto del fondo.

Acostumbrada al disloque que era la casilla en la que viviera durante catorce años, el modesto cuartito le pareció un lujo y tirándose en la cama cubierta por una colcha, dejó caer al suelo el pequeño bolso que aun contenía sus ropas ajadas, apreciando contenta el velador que descansaba sobre una pequeña mesa de luz y un roperito al que difícilmente llenaría alguna vez de ropa.

Sin incomodarla ni tratarla severamente, el hombre se ocupó de que comiera debidamente e hizo que otra de las chicas le trajera distintas prendas de ropa. Finalmente, transcurrida una semana, Juan le dijo que ya estaba todo arreglado y entregándole un DNI con una foto suya que le sacara el segundo día, le comunicó que esa noche haría su debut, para lo cual le indicó las prendas que debería vestir.

Después de cenar y vistiendo una falda que dejaba al descubierto más de la mitad de sus nalgas y un top que dejaba casi desnudos los pechos, fue conducida por la misma chica que la llevara al hotel, quien le dijo que sólo se moviera unos cinco metros a cada lado para no invadir terreno de otras y que, cuando levantara a un cliente, lo condujera al hotel donde ya sabrían que habitación adjudicarle.

No recordaba con gratitud aquellos primeros días, ya que el sexo con sus padres, si bien antinatural y violento, la había conducido por caminos insospechados en los que el goce superaba con creces al sufrimiento, en cambio, los cinco clientes mínimos que le exigía Juan para dejarla ocupar su habitación, no sólo le dieron asco y culpa por dejarse someter como si fuera una esclava o un animal, sino que le hicieron conocer el mundo de ruindad y vileza que rodea a la prostitución.

Vista en perspectiva, esa semana inaugural le había resultado providencial, ya que uno de los clientes y al cual, inspirándole confianza, le contara su verdadera historia en esos breves descansos del post coito, no sólo se convirtió en cotidiano usuario de sus dones sino que, en un plan audaz, la levantó de la parada para llevarla a vivir con él.

Gracian no era joven ni viejo; confidencialmente, asumía sus treinta y ocho años pero Mercedes sospechaba que no estaría por debajo de los cuarenta y cinco. Tampoco era atlético pero si alto y fornido y, lo más importante, parecía ser dueño de una fortuna que ella, en su ignorancia, era incapaz de descifrar.

Verdaderamente, el hombre parecía haberse prendado, no sabía si de su belleza o de su juventud extrema, pero lo cierto era que la había instalado en su casa con todas las atribuciones de una señora.

Las cosas se sucedieron vertiginosamente y después que él obtuviera un nuevo documento para ella, a los seis meses ya no era solamente su esposa, sino que estaba embarazada. El resultado había sido una parejita de mellizos que contribuyeron a llenar todas sus expectativas de lujo y bienestar.

Transcurrido el puerperio, Gracian debió estimar que ya estaba bien y poniendo todo el énfasis de su masculinidad, la llevó a recorrer con paulatina delicadeza, los mismos senderos que sus padres y los más de treinta clientes a los cuales había satisfecho como prostituta.

Con dieciséis años bien cumplidos, la maternidad y el mamar de los mellizos dieron a su figura una nueva solidez que, sin hacerle perder la gracilidad, acentuaba la fortaleza de senos, glúteos y piernas y, tratando de desasociar su imagen de aquella prostituta incipiente, pero prostituta al fin, cortó su larga melena rojiza en desordenados mechones que le otorgaban un aire más maduro y salvaje
Entusiasmada ella misma por la heterogeneidad dispar de posiciones que conocía su marido para hacerla disfrutar por cada hueco de su cuerpo, fuera vagina, ano o boca, no sólo se prestaba gustosamente a cuando este le propusiera sino que ella misma se inmolaba al sugerirle posturas aun más viles e intrincadas.
Transcurrieron casi diez años en esa especie de orgía privada permanente, durante los cuales no sólo no cedieron en su pasional entusiasmo, sino que, imperceptiblemente, comenzaron a transitar caminos de la desviación sexual.

Por curiosidad al principio y luego por la satisfacción que obtenía, era ella quien había ido sugiriendo el uso de sucedáneos fálicos y con el tiempo, fueron incluyendo otros juguetes cuyo uso rayaba en la aberración. O bien estaba subyacente o él lo había ocultado, pero su marido mostró enseguida una entusiasta predisposición a esos jugueteos antinaturales, dedicándose personalmente a conseguir objetos que escapaban a la racionalidad; collares de grandes esferas plateadas que introducía en su sexo y ano, grapas y ganchos con los que aprisionaba a pezones y clítoris para luego tironear de ellos dolorosamente y consoladores vibradores poseedores de escamas que se abrían dentro del cuerpo, pasaron a ser condimentos obligados en sus acoples.

Sin darse cuenta y siendo ella quien elucubrara las primeras depravaciones, Mercedes había excedido al sadomasoquismo de su marido y ahora era ella quien lo incitaba para que abofeteara los ahora grandes pechos o azotara sus nalgas con una fusta, convirtiendo al dolor en un cómplice necesario para consumar los actos sexuales más perversos.

Luego de semejantes sesiones nocturnas, la soledad en la mansión durante el día se le hacía penosa, momento que aprovechaba para encerrarse en su dormitorio para utilizar la mayoría de esos artefactos, satisfaciéndose por sexo y ano y, a veces, simultáneamente.

Ver la inocencia de Marina y Gabriel al volver del colegio la llenaba de culpa por la vileza de su comportamiento, tanto el solitario como el que tenía con Gracian. La riqueza no había aumentado su instrucción y la capacidad de pensar y urdir planes seguía siendo elemental, por lo que concluyó que era la concupiscencia incontinente de su marido lo que la había contagiado de esas lúbricas bestialidades.
Al comentárselo a Gracian, este hizo caso omiso de sus prevenciones y, como si quisiera castigarla por su insolencia, añadió algunos elementos sádicos que lo contentaron al verla sufriéndolos gozosamente.

Lo que fuera por años una entusiasta y enfermiza dedicación de Mercedes, fue transformándose en un encono sordo hacia su marido, pero no podía negarse a sus exigencias porque cuando se rebelaba, este la amenazaba con subir a Internet imágenes suyas en las más lujuriosas posiciones que ella realizara con verdadero alborozo en su momento.

Y la suerte, por una vez en su vida, se puso de su lado; viajando hacia una de sus estancias, el coche de Gracian se estrelló contra un camión, convirtiéndola en una afortunada viuda.
Pasado el período de los funerales, los trámites legales con la lectura inútil de su testamento, ya que su marido carecía de familia alguna y conocedora de sus límites intelectuales para hacerse cargo de tan dispares bienes, urdió un intrincado plan y lo llevó a cabo; había decidido que sus hijos no deberían crecer en aquella sociedad desquiciada y poniendo todo en manos de un Estudio Jurídico para que administrara las actividades comerciales de industrias y campos, estableció una cita fija mensual para ser informada y, junto a los dos chicos, se recluyó en la estancia más chica de las cinco.

Ocupando sólo un ala de la casa, prescindió de la cocinera y encargándose ella misma de la alimentación, hizo que una de las mujeres del puesto realizara la limpieza tres veces por semana. Contrató a una profesora para que les diera lecciones particulares a los chicos e hizo que el mayordomo se hiciera cargo de las compras con una lista provista por ella. En cuanto a ropa, calzado y esas menudencias, Mercedes se encargaba de eso en su visita mensual a Buenos Aires.

Como no se proponía convertir a los chicos en ermitaños, sino controlar todo aquello que pudiera serles perjudicial, contrató unos de esos servicios satelitales de TV, provistos de un sistema de bloqueo para las señales que no le interesaba que vieran.

Entre la novedad de esa vida que, entre hermética y salvaje su madre los obligaba a vivir, las delicias del campo con sus largos paseos a caballo y el hecho de no tener que ir al colegio, los chicos se aclimataron perfectamente y de esa forma transcurrieron cuatro años.

La que verdaderamente sufriera el cambio de hábitos había sido Mercedes, cuyo cuerpo todavía joven y a causa seguramente de lo que estaba acostumbrado por años, le pedía a gritos ver satisfechas sus necesidades.

Al principio con escrúpulos, se limitó al uso de sus manos en exploraciones que finalmente se convirtieron en furiosas penetraciones de los dedos a lo más profunde de la vagina, llegando en su exacerbación a auto penetrarse simultáneamente por sexo y ano, pero luego animada por la calma que aquello llevaba no sólo al cuerpo sino a su mente, recurrió prudentemente al más básico de aquellos juguetes de los que no se había desprendido a pesar del odio que tenía hacia quien los utilizara en ella.

Algo había vuelto a hacer un click en su mente y esta, ama indiscutida de sensaciones corporales, la retrotrajo a sus momentos de más ferviente exaltación.

Por Barquito

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